“Tienes un talento extraordinario, Enora. No eres ayudante… eres ingeniera.”
La mañana del 8 de julio comienza con el eco sutil de una transformación. El silencio del amanecer parece arrastrar consigo la nostalgia de una figura que ya no está. Rómulo, el mayordomo jefe, ha partido, y con él, una época de seguridad y equilibrio en La Promesa llega a su fin. El aire es distinto. Las paredes lo saben. Y también lo sabe Ricardo Pellicer.
Ricardo, el primer lacayo, se despierta con el peso invisible del deber sobre los hombros. No es ambición lo que lo mueve, sino el deseo de honrar el legado de quien lo formó. Cuando Pía, Vera y María Fernández le entregan, con emoción contenida, una chaqueta idéntica a la de Rómulo, todo parece consumarse. El servicio lo apoya. Las miradas lo bendicen. Él se ve en el espejo y ya no es solo un servidor: es el futuro mayordomo jefe de La Promesa.
Pero lo que Ricardo no sabe es que alguien más observa… y no con admiración.
Leocadia.
La sombra silenciosa de la marquesa se desliza entre los muros con una mirada de acero. Ella no cree en la bondad ni en el respeto ganado con años de servicio. Ella cree en el poder. Y tiene un plan. Uno que está a punto de ejecutarse con una precisión quirúrgica.
Ese plan se llama Cristóbal Ballesteros.
Cuando la noticia de su llegada se propaga, una ola de confusión sacude el palacio. Nadie sabe quién es, pero todos intuyen que su aparición no es casual. Cristóbal no viene a alojarse. Viene a instalarse. Y según rumores susurrados en la penumbra, viene con el respaldo silencioso de Leocadia.
Mientras tanto, en otro rincón del mundo de La Promesa, en el rugido metálico del hangar, Manuel se enfrenta a una traición. Toño, el joven mecánico que parecía tener soluciones brillantes, se desploma bajo la presión de las preguntas técnicas. Sus respuestas no convencen, su seguridad se vuelve arrogancia, y su fachada comienza a resquebrajarse.
Y entonces, la verdad cae como una llave inglesa en el suelo.
Enora.
La muchacha que siempre estaba al fondo, barriendo, limpiando, desapareciendo entre las sombras. Pero sus manos temblorosas ocultan un secreto: ella es la verdadera autora de los planos, los cálculos, las ideas revolucionarias.
Cuando Manuel descubre los bocetos con cálculos detallados y estructuras imposibles de replicar por Toño, todo encaja. El engaño se revela. La indignación lo consume, y sin titubear, despide a Toño. Pero su mirada se queda fija en Enora. Y lo que ve no es una sirvienta, sino una mente brillante.
“¿Te gustaría formar parte del equipo? No como ayudante… como ingeniera”, le dice.
Por primera vez, Enora se permite soñar despierta.
Y mientras Manuel reestructura su equipo desde la confianza y el talento genuino, en el centro del palacio se tejen otras alianzas.
La confesión de Curro ha cambiado el rumbo de los sentimientos.
Ángela, con el corazón palpitando aún por lo inesperado de sus palabras, toma una decisión que podría cambiar su vida: quedarse. Ya no quiere huir del amor ni del pasado. Quiere enfrentarlo. A su lado. Pase lo que pase.
Pero el centro de gravedad de este capítulo no es ni el amor ni el genio oculto.
Es el poder.
Porque cuando Ricardo se enfunda la chaqueta que simboliza su futuro, lo hace sin saber que esa prenda ya no representa el destino… sino una ilusión a punto de desmoronarse.
La llegada de Cristóbal Ballesteros no es solo una interrupción: es una declaración de guerra silenciosa.
¿Quién es realmente este hombre?
¿Un enviado de Leocadia? ¿Un lobo vestido con el uniforme de cordero?
Y lo más importante: ¿Está dispuesto a todo por arrebatarle a Ricardo el puesto y convertirlo en el primer peón sacrificado?
En La Promesa, el título de mayordomo jefe no se gana con méritos… se arrebata con estrategia.
¿Quién ganará esta partida de sombras?