“Una silla de ruedas, una sonrisa y una memoria tan afilada como el filo de una navaja: Eugenia ha vuelto… y Lorenzo no podrá esconderse más.”
El sol del verano caía como fuego líquido sobre los tejados de La Promesa, pintando el aire con una tensión densa e invisible. Pero no era el calor lo que sofocaba, sino la presencia de alguien que, durante años, se creyó fuera de combate. Eugenia Izquierdo volvió al palacio no como la víctima que todos recordaban, sino como el símbolo de una justicia silenciosa que había estado esperando su momento.
Lorenzo de la Mata, arrogante y confiado, caminaba entre los invitados como si aún tuviera el control de todo. Sin embargo, al ver a Eugenia en el gran salón, rodeada de curiosos, con una expresión de calma y mirada firme, sintió que su mundo temblaba.
No fue necesario que nadie se lo dijera: sabía que su viejo enemigo, el conde de Ayala, estaba detrás de ese inesperado regreso. Y su instinto no lo engañaba. Mientras Eugenia sonreía, cada músculo del cuerpo de Lorenzo se tensaba con la furia de alguien que ve su castillo de mentiras tambalearse.
Horas después, cuando la multitud se dispersó y el conde se retiró a la sala de lectura, Lorenzo lo siguió como un depredador. Con la puerta cerrada tras él, lo confrontó con rabia contenida. “¿Era esa tu intención, Ayala? ¿Lanzarla aquí como una bomba de relojería?”. Pero Ayala, con su cinismo habitual, apenas levantó la copa de vino y respondió con desdén: “Eugenia tiene todo el derecho de estar aquí”.
Las palabras se cruzaron como dagas. Las amenazas se disfrazaron de cortesía. Ayala dejó claro que lo que acababa de comenzar era solo el prólogo. Que pieza por pieza, Lorenzo sería desmantelado.
Furioso, Lorenzo salió de la sala golpeando la puerta con violencia. La tormenta que se avecinaba no era climática, era personal. Fue directo a buscar a Leocadia, su aliada más cercana en las sombras. La encontró y, sin rodeos, la arrastró hacia los antiguos jardines. Necesitaban actuar. Rápido.
Leocadia, al principio, minimizó la amenaza: “¿De verdad temes a una inválida?” se burló con arrogancia. Pero Lorenzo, más lúcido que nunca, la corrigió con brutal claridad. “Esa fragilidad es precisamente su escudo. Nadie sospecha de ella. Nadie la ve venir. Pero su mente… su memoria… eso puede acabar con nosotros”.
Leocadia se detuvo. Por primera vez, la burla desapareció de su rostro. Porque Lorenzo tenía razón: Eugenia no había regresado como víctima. Había regresado como verdugo.
Y aún no lo sabían, pero en su mente descansaban secretos que llevaban años enterrados. Secretos que, una vez revelados, podrían derribar no solo a Lorenzo, sino a toda la estructura de poder corrupta que él y Leocadia habían construido en las sombras.
Mientras tanto, en el salón, Eugenia seguía en su silla, observando con atención. Cada palabra, cada gesto, cada mirada… eran piezas de un rompecabezas que ella misma iba a resolver. No tenía prisa. Porque la venganza, para quienes han esperado tanto, se sirve mejor… fría y en silencio.
¿Será Eugenia capaz de acabar con Lorenzo? ¿Y qué otros secretos esconde su regreso? ¿Podrá Ayala protegerla… o solo ha empezado un juego de fuego del que nadie saldrá ileso?