Mientras el sol comenzaba a iluminar los rincones de la fábrica, Digna se debatía entre el deber y el deseo. Luis aún estaba convaleciente, su operación había sido extensa, y aunque su empeño por seguir trabajando desde casa era admirable, ella no podía evitar preocuparse. Su propuesta era clara: ¿no podía encargarse algún subordinado de recoger sus anotaciones y continuar con los avances hasta que él estuviera recuperado por completo? No valía la pena arriesgar su salud por más importante que fuera el proyecto. Su sugerencia fue recibida con aceptación inmediata. Y aunque lo dijo desde la lógica, también había una corriente emocional que atravesaba sus palabras.
Porque la noche anterior, Digna no solo había hablado de trabajo. Había entregado parte de su alma. “Anoche nos hicimos felices mutuamente”, susurró con nostalgia. Sus encuentros clandestinos con Andrés se habían vuelto un bálsamo para su pena: desde la muerte de su hijo y su esposa, él vivía atrapado en un vacío. Pero cuando estaba con ella, ese vacío se desvanecía. Digna, tan contenida siempre, se atrevía a sonreírle al amor otra vez. No era solo deseo. Era consuelo. Era humanidad.
Andrés, por su parte, parecía dispuesto a romper barreras por ella. “Si estuviéramos casados, no me importaría que nos viera todo el mundo”, dijo con una franqueza que la desarmó. Pero no buscaba presionarla. Solo quería tiempo. Tiempo para amarla sin miedo, para sanar juntos. Y aunque Digna aún se debatía entre la culpa y la esperanza, algo en su interior comenzaba a ceder.
Antes de despedirse, él insistió en acompañarla, aunque fuera solo para ayudarle con la compra. Ella se negó al principio, con esa cortesía que encubre el temor a ser vista. Pero terminó aceptando cuando dijo que iba a encontrarse con su hijo Joaquín. Así, caminaron juntos, en silencio, cargando bolsas… y emociones no resueltas.
Mientras tanto, en otro rincón de la historia, Raúl enfrentaba una conversación inesperada con don Andrés. El joven, acostumbrado a moverse entre el respeto y la prudencia, había cruzado una línea el día anterior. Lo sabía. Pero no esperaba que el señor quisiera hablarlo tan pronto. Y no, Andrés no venía a disculparse. Su tono era firme, aunque sin rencor: “Cruzaste una línea que no me gustó”. Raúl se defendió con honestidad: solo había intentado proteger a doña María, a quien consideraba una mujer justa, preocupada por la niña en circunstancias nada fáciles.
Pero Andrés no estaba para medias tintas. “Mi mujer no necesita caballeros’ andantes, y menos cuando se trata de mí”. La frase, seca como un látigo, dejó claro que no se trataba solo de un desacuerdo. Era una advertencia. En esa casa, la jerarquía era sagrada. Y Raúl, por más noble que fuera su intención, debía recordar su lugar: un trabajador más. Uno que no tenía por qué intervenir en disputas de matrimonio.
Aun así, el patrón no quería enemistarse con él. “Vamos a convivir mucho tiempo juntos, eso espero”, dijo, dejando abierta la puerta a una reconciliación profesional. Lo importante era que no volviera a repetirse. Y para que Raúl entendiera mejor la dinámica del lugar, le lanzó un mensaje cargado de significado: su antecesor, Isidro, había llegado a ser parte de la familia. Pero eso solo se lograba con trabajo duro y lealtad. “Aquí cuidamos muy bien a quienes demuestran ambas cosas”, concluyó Andrés. 
Raúl asintió, en parte aliviado, en parte preocupado. Sabía que acababa de pisar un terreno delicado. Y que, en este mundo, las palabras importaban tanto como los silencios.
Pero no todo giraba en torno a emociones y advertencias. En otro frente, una investigación comenzaba a dar sus primeros frutos. Un contacto se sorprendía por una llamada recibida antes de lo previsto. La voz del otro lado de la línea era fría y directa: su amigo Pedro Garpena estaba dejando huella… y no precisamente buena. Aunque en lo referente a su antiguo socio Solís no habían surgido datos reveladores, algo empezaba a desenterrarse. Algo vinculado a un pasado turbio, a negocios ocultos que podrían sacudir los cimientos de todo.
Cada escena parecía avanzar como una pieza más del dominó. Desde el laboratorio instalado en casa de Luis, hasta los encuentros cada vez más íntimos entre Digna y Andrés. Desde la intervención impulsiva de Raúl hasta los secretos que empezaban a emerger del pasado de Pedro. Todo se entrelazaba, como si el destino estuviera preparando un estallido inevitable.
Porque en Sueños de libertad, nadie es completamente inocente. Todos cargan con algo: una culpa, una ausencia, una traición. Y en medio de ese entramado de pasiones contenidas y verdades a media, la libertad no es un derecho… es una conquista.
¿Te gustaría que el próximo spoiler continúe esta historia con lo que le ocurre a Raúl o te interesa profundizar más en el pasado de Pedro Garpena y Solís?