El episodio inicia en la casa de los Reina. Raúl se está preparando para marcharse de la colonia definitivamente. Mientras empaca, Andrés entra en la cocina y le pregunta cuándo piensa irse. Raúl responde que es su última noche y que ha venido solo a entregar el uniforme y las llaves del coche a don Jesús. Andrés, preocupado, le ofrece quedarse hasta encontrar algo más estable, pero Raúl rechaza la oferta con agradecimiento, asegurando que lo mejor es irse.

Raúl confiesa que va a Madrid sin tener claro dónde vivirá o trabajará. Andrés intenta convencerlo de reconsiderar su decisión, reconociendo que María ha dicho cosas duras, pero que él no tiene la culpa de haber creído en ella. Andrés, conmovido, le ofrece una segunda oportunidad: no va a despedirlo, y la decisión de quedarse o no está en sus manos. Raúl, visiblemente emocionado, agradece el gesto y promete actuar con prudencia, especialmente respecto a María.

En un intento de evitar mayores conflictos, acuerdan no involucrar a don Jesús en esta conversación. Raúl se despide con respeto.

Por otro lado, en la casa de los Carpena, Irene toma café cuando llega don Pedro con regalos de un viaje a Madrid. Entre ellos, una corbata nueva y una caja de habanos. Irene le muestra un paquete que dejó Joaquín, aparentemente un gesto de agradecimiento por la boda. Sin embargo, Irene le advierte que no es un obsequio inocente: es el mismo coñac que Joaquín bebió la noche que le hicieron creer que se había emborrachado.

Pedro intenta restarle importancia, pero Irene está segura de que Joaquín empieza a sospechar la verdad. Ella admite, dolida, que fue quien manipuló su bebida aquella noche, y que no puede perdonarse a sí misma. Pedro le suplica que Joaquín nunca descubra la verdad, pues sería su fin. Irene, sin embargo, ya no se compromete a protegerlo, y deja claro que no confía más en su hermano.

Cuando Pedro intenta justificarse por todo lo que ha hecho, incluso por ocultarle durante años el paradero de su hija, Irene le lanza una dura advertencia: si sigue traicionando a quienes lo rodean, terminará completamente solo. Y si no logra convencer a Joaquín de que puede confiar en él, perderá a Digna para siempre.

De vuelta en casa de los Reina, Andrés visita a María en su habitación. Ella, con tono apagado, le pide que la acerque a la ventana. Andrés le entrega un libro, pero ella confiesa que no logra concentrarse en la lectura. Le propone salir al mirador al día siguiente, pero él explica que debe atender compromisos en la fábrica. María, decepcionada, responde con frialdad.

Entre lágrimas, le pregunta a Andrés si mintió al prometerle que estaría a su lado siempre. Andrés, con firmeza, le asegura que no. Le promete buscar una enfermera para que la cuide y que ambos estarán pendientes de ella. María se niega: no quiere enfermeras, lo quiere a él. Andrés, visiblemente cansado, le explica que necesita ayuda para poder seguir cuidándola. Le insiste en que deben salir de esa habitación, empezar a reconstruir su vida poco a poco.

Ella le hace prometer que no la abandonará. Andrés, conmovido (o quizás culpable), le jura que estará siempre con ella. María responde con intensidad: no le encuentra sentido a la vida si no es a su lado.

Más tarde, María sale en su silla de ruedas y llama a Andrés, pero es Gabriel quien responde. Al verla, se ofrece a ayudarla y, al hacerlo, se presentan. Él es el sobrino de don Damián, recién llegado desde México, producto de una relación familiar rota hace años.

Gabriel la asiste con amabilidad, y María, desconfiada, le lanza advertencias veladas sobre la familia Reina. Con tono irónico, le dice que maldice el día que cruzó la puerta de esa casa. Gabriel, intrigado, le pregunta qué le han hecho, y María le muestra su cuerpo como respuesta: llegó llena de sueños, y ahora está atrapada en una silla.

Gabriel, con tacto, le dice que ve en ella una mujer fuerte y hermosa, pese a todo. María responde que es una lástima que no se hayan conocido antes. Gabriel insiste en saber qué clase de familia es la que acaba de encontrar, pero María, sin dar detalles, le dice que si sigue allí, acabará arrepintiéndose.

Él, inquieto pero aún optimista, le responde con una leve sonrisa:
“Espero que se equivoque.”