Una tarde cualquiera, en el ambiente cálido de una casa, se respira una tensión emocional que va más allá de una simple conversación entre conocidos. Todo comienza con una escena doméstica: don Damián pregunta si la comida está lista, y se le informa que Manuela está terminando su famosa tortilla de patatas. En ese momento, una joven decide subir a esperar, pero él la invita a quedarse, compartir un trago y charlar un rato.
Lo que parecía una charla casual se convierte rápidamente en una conversación profunda y dolorosa. Hablan sobre Gabriel y su reciente visita a la colonia, donde ha quedado impresionado por el trabajo que se realiza en la empresa. Sin embargo, la verdadera preocupación de ella es otra: Andrés. Él le ha pedido que rehaga su vida mientras él se encarga de cuidar de María.
El tema no es nuevo para don Damián, quien deja claro que siempre ha tenido sus reservas respecto a esa relación. Aun así, reconoce el sufrimiento que ambos han atravesado por un amor que, aunque sincero, se dio en circunstancias adversas. Ella, con una mezcla de tristeza y determinación, responde que era el único camino posible cuando dos personas se aman. Ahora, dice, ya no hay nada que los detenga: Julia está fuera de la ecuación y lo que quedaba era sólo una cuestión de tiempo.
Pero la realidad, como suele pasar, es mucho más cruel. María ha empeorado y ahora depende totalmente de Andrés, lo que los ha obligado a separarse definitivamente. Ya no hay esperanza. Él se ha convertido en una sombra de lo que era, asfixiado por la culpa, atrapado en una vida donde la única constante es el sacrificio.
Don Damián, aunque intenta consolarla, le dice una verdad que ella no quiere escuchar: tal vez lo que ha pasado es lo mejor. Le recuerda que es joven, libre, que tiene un futuro por delante. Pero ese futuro no puede ser con Andrés, un hombre casado, condenado a cargar con el peso de sus decisiones.
La joven no lo acepta con facilidad. No entiende cómo puede decir que esto es lo mejor para ella. Le reprocha, aunque con respeto, que no puede ser feliz sabiendo que Andrés tampoco lo es. Ambos están atrapados en destinos trágicos, como piezas que no encajan en ningún tablero.

Don Damián, desde la experiencia de los años, le dice que tristemente cada uno debe vivir la vida que le ha tocado. Si María se hubiera ido, todo habría sido distinto. Pero sigue aquí, y alguien debe cuidar de ella. Lo que más le preocupa ahora es que María no sólo está enferma, sino que ha comenzado a ser presa del rencor. Según ella, María se vengará de Andrés haciéndolo vivir una vida que no desea, atándolo a una existencia de culpa y sacrificio.
La escena cambia. María aparece, emocionalmente devastada. Andrés intenta animarla con un paseo al sol, pero ella se niega. No quiere estar ahí. Todo le recuerda al pasado, al sufrimiento, al momento en que todo cambió. Le pide que la lleve a su habitación, lejos de ese lugar que ya no siente como hogar. Andrés accede, sabiendo que su propia voluntad se está desmoronando poco a poco.
Lo más desgarrador es que todo esto se hace en nombre del deber, del amor, de la culpa, del pasado que no perdona. Andrés ya no es el hombre que fue. Es alguien que vive con una losa sobre sus hombros, mientras Begoña, la joven, intenta encontrar sentido a lo que le queda de vida sin él. Porque, a pesar de todo, aún lo ama.
El peso de las decisiones pasadas, los errores, las renuncias, los sacrificios, lo impregnan todo. No hay espacio para la esperanza, sólo resignación. El mensaje es claro: no siempre el amor basta. A veces, la vida impone caminos que parecen injustos, pero que deben recorrerse.
Mientras tanto, don Damián observa en silencio, consciente de que el dolor de su hija no tiene consuelo fácil. Él no puede cambiar el curso de los acontecimientos, pero intenta ser un ancla en medio de la tormenta. El drama se cierne sobre todos, como una sombra inevitable, y lo único que queda es seguir adelante con las cargas que cada uno lleva.