El delicado equilibrio de La Promesa se ve abruptamente alterado con el inesperado regreso de Petra Arcos. Ya no es una simple empleada: ha vuelto con la firme intención de recuperar su dominio como ama de llaves. Pero esta vez, el campo de batalla no será físico, sino silencioso, sutil, y profundamente calculado. Pía Adarre, que ocupó su lugar en su ausencia, percibe de inmediato el peligro. Desde el primer cruce de miradas, ambas mujeres entienden que solo una podrá mantenerse en la cima del servicio.
El retorno de Petra no solo inquieta a Pía; Rómulo, siempre observador, siente que algo se desajusta en la maquinaria del palacio. Para él, Petra simboliza el desorden disfrazado de disciplina. Su preocupación se intensifica al verla recorrer los pasillos con la misma arrogancia contenida que siempre la ha caracterizado. Él y Pía intercambian una mirada silenciosa, conscientes de que lo que se avecina no es una disputa laboral, sino una guerra encubierta por el alma del servicio.
En un salón apartado, Petra es recibida por su madre, Leocadia, con la frialdad de una comandante ante una subordinada. No hay afecto ni bienvenida, solo una advertencia clara: su presencia está bajo prueba constante. No basta con desempeñar bien sus tareas; debe hacerlo con una precisión inhumana, sin errores, sin pasiones, sin fisuras. Petra lo entiende. Su plan no consiste en alzar la voz ni en enfrentamientos directos: ejercerá el poder como una sombra, invisible pero dominante.
Fuera de esa esfera de control, la indignación crece. María Fernández confronta al padre Samuel con una mezcla de rabia y decepción. Para ella, permitir el regreso de Petra es una traición al progreso que el servicio había logrado en su ausencia. Acusa al sacerdote de haber introducido un lobo en un rebaño que por fin había encontrado paz. Las palabras de María son un látigo, y Samuel, abrumado por la culpa, empieza a cuestionar su propio juicio moral.
Mientras tanto, Lope urde un plan arriesgado. Busca la ayuda de Vera, sabiendo que lo que le pide roza lo imposible: entrar en la residencia del Duque de Carvajal y Salazar. No le explica todo, pero sí lo suficiente para que ella entienda el peso de su petición. Vera, temerosa, duda. Sin embargo, la sinceridad desesperada de Lope termina por vencerla. Acepta colaborar, aunque solo en la fase inicial. Ambos saben que están jugando con fuego.
En otro rincón del palacio, Curro y Pía comparten una inquietud creciente por la desaparición de Esmeralda. Su ausencia ya no es solo un misterio, es una amenaza latente. Pero la angustia de Curro se multiplica por otra razón: Ángela, la doncella, es víctima del trato cruel de Lorenzo. Y él no está dispuesto a seguir observando en silencio. Una noche, lo enfrenta directamente en el fumoir. Lo que debía ser una conversación se convierte en un duelo verbal cargado de tensión. Curro le deja claro a su tío que cualquier nuevo abuso será respondido con consecuencias. Aunque Lorenzo no lo dice, por primera vez parece dudar del joven. Curro ha cambiado, y ahora es un rival.
Lejos de los juegos de poder, Catalina libra su propia batalla. La inminente fiesta organizada por los Marqueses pone en jaque su relación con Adriano, un hombre ajeno al mundo aristocrático. Catalina intenta prepararlo, enseñarle los códigos sociales que tanto importan en su círculo. Él, abrumado, siente que no pertenece. Pero ella lo calma: no le pide que se transforme, sino que juegue el papel, por una noche. Porque en esa fiesta, las apariencias lo son todo.
Pero la gran revelación cae sobre Manuel. Una carta de su madre, entregada de forma misteriosa, lo desestabiliza. El contenido, en apariencia críptico, es en realidad una sentencia disfrazada de deber familiar. Rómulo la lee y confirma sus sospechas: la gran fiesta no es un evento social cualquiera. Es una vitrina para mostrarlo al mercado matrimonial. La marquesa busca una esposa para su hijo, y Manuel es el premio de una subasta encubierta.
El joven heredero lo comprende todo de golpe. Su libertad, su amor por Jana, su futuro… todo está en juego. La carta no es solo un mensaje: es una amenaza velada. Se siente como una pieza sacrificable en el tablero estratégico de su madre. La fiesta, que antes parecía solo un reto social, ahora se revela como un campo minado. Y él, como todos los demás, deberá moverse con cuidado en una danza peligrosa donde cada paso puede sellar su destino.
Dentro de La Promesa, las sonrisas corteses y las formalidades no logran ocultar que algo se resquebraja. Cada personaje, desde el servicio hasta la aristocracia, avanza en un terreno incierto, guiado por sus propios miedos, deseos y secretos. Las tensiones se acumulan. Las lealtades se ponen a prueba. La fiesta será el detonante.
Y al final, todos se preguntan: ¿quién saldrá indemne? ¿Y cuántos, atrapados en esta guerra silenciosa, verán su mundo desmoronarse?