«¿Y si los muertos pudieran volver… con algo que jamás se imaginaron?»
El eco de esa idea recorre las paredes del palacio mientras los relojes marcan mediodía, y lo que parecía ser un día de amor y celebración, se transforma en un escenario de tensión, secretos y revelaciones que estremecerán hasta el alma más fuerte.
La boda de Rómulo y Emilia estaba destinada a ser un acto simbólico. Una recompensa a toda una vida de fidelidad, de trabajo, de silencios soportados y lágrimas escondidas. El marqués Alonso, en un gesto sin precedentes, organizó personalmente la ceremonia, como homenaje a su mayordomo de confianza. Las velas encendidas en el gran vestíbulo y los lirios blancos colgando de las columnas no eran sólo decoración: eran testigos de una nueva era en La Promesa. O eso creían todos.
Detrás de cada rincón bien pulido, sin embargo, se urdían planes oscuros. Leocadia y Lorenzo, vestidos con la elegancia que se les exige, ocultaban entre los pliegues de sus trajes intenciones viles. A sus ojos, ver a dos criados casarse en la residencia que una vez recibió reyes era una humillación inaceptable. Y como serpientes, se deslizaron por los pasillos con la idea de impedir que Emilia llegara al altar. ¿El plan? Simple: sin novia, no hay boda. Y para eso, contaron con Petra.
La gobernanta, siempre atada a las reglas y al orden, fue manipulada con una mezcla de lógica y amenaza velada. Encerrar a Emilia en su habitación con una excusa banal y mantenerla allí hasta que fuera demasiado tarde. Nada de violencia, sólo minutos de retraso que se convertirían en escándalo.
Mientras tanto, en la planta baja, los invitados esperaban con emoción. Rómulo, sin embargo, comenzaba a temblar. El tiempo pasaba. Emilia no aparecía. Manuel, a su lado, no parecía mejor. Cuando Rómulo le preguntó si estaba bien, Manuel mintió. Pero su rostro decía otra cosa. Llevaba días viviendo en un limbo emocional, intentando dejar atrás el recuerdo de Jana… sin conseguirlo.
El joven confiesa finalmente que nada ha podido borrar la presencia de ella en su vida. Todo lo remite a su recuerdo: la música, el vestido blanco, las sonrisas. Incluso Emilia, en su dulzura, le recuerda lo que perdió. El dolor es demasiado fuerte. Pero también lo es la determinación de seguir adelante, al menos por ahora.
Y justo cuando Rómulo intenta consolarlo, el palacio tiembla en silencio. Petra regresa, finge normalidad, pero el marqués comienza a sospechar. Curro sube las escaleras y encuentra la puerta de Emilia cerrada. La voz de la novia se escucha desde dentro: está encerrada.
Pero entonces, ocurre lo imposible.
Desde el fondo del pasillo aparece una figura femenina. Curro se detiene. Los ojos se le llenan de lágrimas. El tiempo se congela.
—No puede ser… —susurra con voz temblorosa.
Allí está Jana. Viva. Real. Sosteniendo en brazos a un bebé de apenas unos meses. A su lado, Emilia, ya liberada, sonríe emocionada. Jana lo mira con ternura.
—Te lo prometí, Curro. Te dije que volvería.
Las explicaciones tendrán que esperar. Lo importante ahora es llegar al salón principal, donde todos siguen esperando a la novia… sin imaginar que el verdadero impacto aún no ha comenzado.
La puerta del gran vestíbulo se abre. Silencio absoluto. Y en medio de las miradas confundidas y bocas abiertas, aparece Jana. El vestido negro que lleva parece absorber la luz, pero es el niño en sus brazos lo que deja a todos paralizados. María Fernández deja caer una copa. Lope se lleva la mano al pecho. El marqués se pone de pie, incrédulo. Y Manuel… Manuel siente cómo el mundo entero se detiene.
No es una aparición. No es un fantasma. Es ella.
La mujer a la que lloraron. La que creyeron enterrada. La que supuestamente murió en circunstancias misteriosas. Y ahora está allí. Viva. Fuerte. Con un hijo que nadie esperaba.
—He vuelto… —dirá Jana con voz serena— Y esta vez, no pienso irme.
El capítulo termina en un fundido a negro. La música se interrumpe. La boda queda suspendida. Y una sola pregunta recorre las mentes de todos:
¿Qué ocurrió realmente con Jana durante todo este tiempo… y de quién es ese bebé?
