La escena comienza con una conversación aparentemente trivial, pero que poco a poco va revelando emociones, planes a futuro y confesiones inesperadas. Una de las amigas pregunta con genuina curiosidad: “¿Y qué? ¿Cómo fue la sesión con Teo?”
La respuesta no tarda en llegar, cargada de calidez y entusiasmo. “Ay, pues muy bien”, comienza, dejando entrever que todo fluyó mejor de lo esperado. Aunque al principio Teo estaba un poco inquieto y le costó relajarse, en cuanto logró sentirse cómodo, la conexión entre ambos fue instantánea. La sesión no solo resultó sencilla, sino incluso divertida.
“Mira qué bien”, comenta la otra, animada por la buena noticia. Y quien lo relata no escatima en elogios: Teo es un buen chico. Y además, noble. Un niño que, aunque podría haberle dado una paliza jugando a las canicas, le dejó ganar, quizás por simpatía o por ternura. Un gesto pequeño, pero lleno de significado.
—¿Pero tú qué hacías jugando a las canicas? —pregunta una de ellas, entre risas y desconcierto.
—Uy, es que él me lo propuso —responde—. Me dijo que si quería jugar y yo pensé: “¿Por qué no? Además, así practico un poco”.
Pero entonces la curiosidad se vuelve más aguda. ¿Practicar? ¿Para qué tendría que practicar alguien a esas alturas un juego como ese? Y ahí, sin buscarlo demasiado, surge una revelación inesperada. Entre silencios, miradas y sonrisas nerviosas, sale a la luz un secreto: Marta y Pelayo están considerando seriamente convertirse en padres.
La noticia cae como una bomba, con un simple “¿Cómo?” que refleja el desconcierto y la sorpresa de quien escucha. No es solo el hecho de que la pareja quiera ser padres, sino cómo esta posibilidad afecta a terceros. Y es entonces cuando se aclara que Marta ha compartido algo más: su deseo de que, de alguna forma, ella también forme parte de la crianza del niño.
—Es raro, rarísimo, admite, sin rodeos. Pero también confiesa que Marta le dijo que, de nacer ese niño, ella tendría un lugar cercano en su vida.
—¿Y qué papel jugarías tú ahí? —preguntan, incrédulas.
—Pues algo así como una tía cercana, como lo fue Digna para mí.
Un rol afectivo, no oficial, pero profundamente significativo. Una figura que acompaña, que guía, que está cerca sin necesidad de etiquetas tradicionales. Una posición delicada, sobre todo teniendo en cuenta que Pelayo no sabe nada de lo que existe entre ella y Marta. Eso, claro, cambia completamente el panorama.
—Vaya, pero es que otra cosa tampoco podría ser, dice, aceptando la complejidad de la situación.
—Un niño siempre es una bendición, agrega con un suspiro. Y si Marta está feliz, ella también lo estará.
Pero sus amigas, lejos de quedarse en silencio, le recuerdan que no está sola. Que puede contar con ellas, no solo para escuchar, sino para acompañarla en este viaje emocional, tan lleno de altibajos. “Nosotras siempre vamos a estar contigo”, le dicen con cariño y firmeza. No es solo una muestra de apoyo, sino también una forma de reafirmar que, pase lo que pase, su red de contención no se rompe.
Ella, visiblemente emocionada pero con un aire de madurez, les responde con sinceridad:
—Podéis dejar de preocuparos por mí, estoy bien, de verdad.
Y agradece, profundamente, por esa escucha incondicional.
—Sois las mejores amigas del mundo.
La escena, que comenzó con canicas y risas, termina con una frase simple, casi cotidiana:
—He venido a comprar unos jabones.
Pero lo importante ya ha sido dicho. Las emociones han sido compartidas, los secretos revelados, y las decisiones, aunque aún no estén completamente tomadas, ya han comenzado a dar forma a una nueva etapa.
En este episodio, se entrelazan la inocencia de un juego infantil, la complejidad de los vínculos afectivos y la realidad de decisiones que cambian vidas. Lo que parece un simple día cualquiera se convierte en un momento de revelaciones profundas y posibles transformaciones futuras. Entre dudas, ternura, complicidad y apoyo, el deseo de formar una familia se revela como una fuerza poderosa, capaz de cambiar dinámicas y de despertar viejos sentimientos. Una historia que no deja indiferente a nadie.