“Acostúmbrate, Manuel. La Promesa ahora baila a mi son.” — Leocadia, sin saber que el golpe final ya estaba firmado.
El amanecer del 15 de julio cubría La Promesa con su usual capa de serenidad dorada. Pero esa calma era pura ficción. Bajo los tejados antiguos y los caminos de grava, hervían intrigas que pronto estallarían. Y al centro de la tormenta, dos figuras que ya no podían compartir el mismo sol: Manuel y Leocadia.
Ella, investida ahora como socia mayoritaria de la empresa de motores, se movía con la arrogancia de quien cree tener todo bajo control. Disfrutaba humillar a Manuel. Lo había hecho en reuniones, en los pasillos, y esa mañana, lo hizo en el taller, delante de sus trabajadores. Vetó la contratación de Jacinto, un joven talento que el propio Manuel había elegido con ilusión. Lo hizo sin razón, sin necesidad, solo para recordarle quién mandaba.
“¿Puedo preguntar el motivo?”, logró decir Manuel, con la voz templada a fuerza de pura dignidad.
“No. No puedes”, respondió Leocadia, afilada como un cuchillo envuelto en seda.
Y se marchó. Con esa sonrisa. Con ese paso firme de quien se cree invencible.
Pero no sabía lo que él guardaba.
En la penumbra del escritorio de Manuel reposaba una reliquia legal: un contrato firmado en tiempos de desesperación, donde se estipulaban cláusulas específicas sobre decisiones estratégicas y el equilibrio de poder. Leocadia, embriagada por su participación mayoritaria, jamás se molestó en leer la letra pequeña. Error fatal.
Mientras en la planta noble se desarrollaba esa guerra silenciosa, en las cocinas de La Promesa se libraba otra batalla: la angustia de Vera y Pía por López, atrapado en la mansión de los duques de Carril. Nadie ha oído de él. Nadie sabe qué ha descubierto. Pero todas temen que su silencio sea señal de desastre.
“Cada día que pasa y no sabemos nada… me estoy pudriendo por dentro”, confesó Vera, con la voz quebrada, mientras pulía una bandeja ya reluciente.
“Rezamos, pero rezar no basta. Esa familia podría destruirnos”, replicó Pía.
Y fue Curro quien aportó la verdad más dura: “López no puede parar. Siente que su deber es protegernos. Aunque eso le cueste la vida.”
Pero mientras los corazones temblaban en la cocina, el taller se convertía en campo de guerra silenciosa. Manuel, de pie, aún oliendo a grasa y sudor, no pensaba rendirse. Leocadia lo había subestimado. Lo había tratado como un niño caprichoso, un socio decorativo. No entendía que Manuel había heredado algo más que un apellido: había heredado la paciencia estratégica de un verdadero Luján.
Y ahora tenía su momento. El contrato estaba listo. Las cláusulas eran claras: Leocadia podía vetar contrataciones, sí… pero no decisiones técnicas fundamentales sin aprobación conjunta. Y en caso de desacuerdo sostenido, la dirección operativa regresaba automáticamente a Manuel.
Todo estaba a punto de volcarse.
Pero eso no era todo. El fantasma de Ángela y el marqués de Andújar reaparecía. Rumores crecían como fuego entre la nobleza. Leocadia, en su obsesión por el título nobiliario, había ocultado esa historia con uñas y dientes. Pero ahora, con el escándalo a punto de estallar, su ambición y su imagen se tambaleaban.
¿La protegerá o la sacrificará? Esa era la pregunta que ni ella se atrevía a responder.
Ese martes, La Promesa no dormirá. Ni el mármol ni los tapices silenciarán lo que se avecina. Un contrato será más poderoso que un ejército. Y Manuel está listo para alzar la voz.