—“No la toques, Martina.”
Ese grito, lanzado por Curro como una cuchillada en mitad de la elegante cena, partió la noche en dos. Hasta ese instante, el salón estaba bañado en una calma dorada, con risas educadas, copas tintineando y un aire de celebración. Pero entonces, todo se congeló. La verdad, largamente enterrada, decidió irrumpir.
Horas antes, la promesa parecía envuelta en una quietud casi mágica. El sol caía sobre los cristales, tiñéndolo todo de un ámbar melancólico. Pero en ese silencio también se escondía una tormenta. Una figura surgió del horizonte: López, el lacayo desaparecido, ahora irreconocible. Sus ropas polvorientas, su rostro desgastado, y su andar lento contaban una historia que aún nadie se atrevía a preguntar.
Teresa fue la primera en verlo, y su sorpresa fue tan intensa que dejó caer su cesta de sábanas. María siguió con una exclamación cargada de temor: “Dios mío, ha vuelto”. Y ese susurro bastó para encender una mecha de rumores que se propagaron como fuego entre las paredes del palacio.
Pero no todos celebraron el regreso. Petra, al ver su silueta, no pudo evitar el desprecio. Para ella, López representaba un problema resucitado, un secreto que debía permanecer muerto. Y tenía razón.
Porque López no volvió para rendir cuentas. Volvió para advertir. Volvió con una prueba.
En un rincón del palacio, Curro lo interceptó. La angustia en sus ojos era una mezcla de esperanza y pánico. “¿Dónde has estado?”, le lanzó, sin esconder la rabia ni la preocupación. Pero López no podía hablar allí. Los muros, los ojos, los oídos… todo era peligro. Tenían que ir al granero.
Y allí, en medio del polvo y el silencio de ese refugio olvidado, López desató la bomba: de su abrigo extrajo una pequeña tela negra. Dentro, brillaba un colgante de plata, antiguo, con una piedra azul tallada. Una joya que no pertenecía a ningún cuento de hadas, sino a un crimen.
Curro no la reconoció. Pero López sabía lo que significaba. Esa pieza había sido usada antes. Esa misma joya había marcado a una víctima. Y ahora, alguien pretendía entregársela a Martina como si fuera un simple regalo.
La urgencia era clara. Curro no necesitaba más palabras. Salió corriendo.
Y así llegamos al clímax: la gran cena. Todo era perfecto, hasta que Jacobo, con su sonrisa impecable, se acercó a Martina con una caja en la mano. Dentro: el colgante. El mismo.
Curro entró como una ráfaga de viento helado. Gritó. Señaló. “¡No la toques!”. Y en ese instante, todas las máscaras cayeron.
Los ojos de Jacobo se clavaron en los de Curro, cargados de una furia contenida. Martina, paralizada, no entendía, pero su instinto le decía que se alejara. Todos los presentes enmudecieron.
La joya que parecía un simple detalle se convirtió en prueba. Prueba de un intento de asesinato. Prueba de una conspiración más grande. Prueba de que Leocadia, Jacobo y quién sabe cuántos más, estaban involucrados en algo mucho más oscuro.
Esa noche, La Promesa dejó de ser un refugio de secretos elegantes para convertirse en un campo de batalla moral. Y el primer disparo fue aquel colgante brillante en medio del salón.
¿Quién más está implicado? ¿Será suficiente esta prueba para destruir a Jacobo y salvar a Martina?
La lucha por el alma de La Promesa apenas comienza.