“A veces, el regreso de un hombre no es sinónimo de alivio… sino el inicio de una guerra invisible.”
Todo comenzó con un silencio. No uno cualquiera, sino uno tan espeso como la niebla de la madrugada, tan denso que parecía aplastar las paredes del palacio de La Promesa. El padre Samuel, figura de serenidad y rectitud, desapareció sin dejar rastro. En un lugar donde cada campanada marcaba el ritmo de la vida, su ausencia fue un eco que descolocó a todos.
Para la mayoría, era un simple retraso. Pero para María, significaba algo más profundo. Su corazón sabía lo que sus labios no podían pronunciar: algo terrible había ocurrido.
Mientras los rumores crecían —unos hablaban de una partida súbita, otros de un amor secreto—, María se sumía en un torbellino de emociones. Su angustia no era la de una feligresa cualquiera, sino de una mujer que había depositado su alma en las manos del sacerdote. Y cuando su mente ya no pudo más, se atrevió a quebrar las normas del palacio y entró a escondidas en el cuarto del padre Samuel.
Allí encontró la clave: una nota enigmática, con frases sueltas y oscuras. “Vigilante de la torre”, “hay lobos con piel de cordero”… Era evidente: Samuel no había huido por amor. Lo habían silenciado. Lo habían arrancado del palacio porque sabía algo que no debía saberse.
Movida por esa certeza, María tomó una decisión que cambiaría el curso de los acontecimientos. Rompió el protocolo y pidió hablar con el marqués Alonso de Luján. Ante él, le contó todo. Le mostró la nota. Y por un instante, el aristócrata bajó la guardia. Decidió actuar.
El sargento Funes fue convocado. Discreto y sagaz, empezó una investigación secreta. Lo que encontró fue devastador: un trozo de sotana, una cruz rota, y manchas que solo podían ser sangre. Todo apuntaba a un secuestro.
Los días pasaban y el aire en La Promesa se volvía cada vez más espeso. María no cesaba de rezar. Y entonces, ocurrió lo impensable: Samuel regresó. Herido, sucio, irreconocible, apareció montado en un caballo extenuado. Se desplomó ante el portón del palacio como un cuerpo abandonado por la vida.
El caos se desató. Fue llevado a una sala y atendido con urgencia. María no se apartó de su lado. Sostenía su mano día y noche, esperando que regresara del limbo. Y cuando por fin abrió los ojos, su primera palabra fue: “María”.
Pero lo que tenía que decir iba más allá de cualquier reencuentro. Samuel, con voz débil pero firme, confesó la verdad: había sido atacado cuando iba a prestar testimonio ante el obispo. Lo que sabía podía exculpar a la marquesa Cruz, injustamente acusada.
Y entonces pronunció un nombre que heló la sangre de todos: Lorenzo de la Mata. El cuñado del marqués. El hombre de sonrisa altiva y ambición desmedida. Samuel no lo vio, pero reconoció su voz. Junto a él, quizás su ayudante, Leocadio.
El sargento no lo dudó: lo que Samuel decía era suficiente para abrir una causa. El marqués, devastado por la traición de un familiar, no tuvo más remedio que aceptar la gravedad de los hechos. Y así, la búsqueda de justicia comenzó.
Pero esto era solo el principio.
Porque en La Promesa, las sombras se ocultan bien. Y cuando una verdad sale a la luz, otras más oscuras aguardan su turno.