¿Es posible que una mujer marcada por la maldad, el veneno y la amargura pueda transformarse en alguien mejor? En La Promesa, esta pregunta empieza a cobrar sentido con el sorprendente giro en la evolución de Petra Arcos, una figura que durante años fue temida y despreciada en el palacio. Conocida como “Doña Cicuta”, Petra era esa sombra constante, la lengua más afilada del servicio, la emisaria de los peores encargos de la marquesa. Pero algo ha comenzado a cambiar, y su metamorfosis está dejando a todos desconcertados.
Todo comenzó, paradójicamente, con la llegada del padre Samuel. Su presencia activó algo en Petra que nadie creía que existiera: compasión, humildad, un atisbo de humanidad. Sin aspavientos ni discursos, empezó a comportarse de forma diferente. Bajó la voz, moderó su veneno, incluso pareció esforzarse por no herir a los demás. Pero claro, el peso de los años no se borra de un plumazo y nadie confió en ella. Ni sus compañeras, ni los señores, ni mucho menos el público. Y entonces llegó la tragedia que parecía confirmar los peores presagios: María Fernández la acusó de haber enviado al obispado la carta que comprometía al padre Samuel. Petra, por supuesto, fue la primera sospechosa. Nadie dudó de su culpabilidad y, sin más pruebas que las suposiciones, fue expulsada de la Promesa.
Fue una salida dolorosa, amarga y sin redención. Catalina, siempre comprensiva, incluso se mostró implacable. Petra se marchó humillada, abatida, prometiendo venganza. Y durante dos semanas, el ambiente del palacio cambió. Pero no para mejor. La ausencia de Petra era extrañamente inquietante, como si el equilibrio se hubiese alterado. Cuando Samuel confesó ser el verdadero autor de la carta, la maquinaria de poder de Leocadia se activó. Ella vio en Petra una herramienta perfecta para sus fines. La trajo de vuelta, y Petra volvió recargada de odio, dispuesta a saldar cuentas. Su regreso fue tormentoso: más cruel, más rencorosa, más venenosa. Parecía que todo intento de redención había sido una ilusión.
Insultó, humilló y sembró el miedo como en los viejos tiempos. Pero ese descenso a los infiernos fue también el principio de su verdadero cambio. Porque para evolucionar, a veces hay que tocar fondo. Petra tuvo que enfrentarse al monstruo en el que se había convertido, y ese espejo cruel fue necesario para iniciar un cambio real.
Y entonces, apareció Cristóbal Ballesteros. Su presencia marcó un antes y un después. Su liderazgo implacable, sereno pero firme, sacudió a Petra. Frente a él, ya no valía la estrategia de la intimidación. Su figura se convirtió en un nuevo desafío para Petra, uno que no podía enfrentar con su habitual desprecio. Ella, por primera vez, empezó a contenerse. Y mientras eso ocurría, algo más comenzó a cambiar: su percepción de María Fernández.
María, la joven a la que tanto detestaba, se convirtió en el detonante de uno de los momentos más humanos de Petra. Cuando se enteró de que el padre Samuel no había llegado al obispado, Petra se dirigió al teléfono de los marqueses para intentar hacer algo impensable: ayudar. Aunque no logró hacer la llamada —interrumpida por la inesperada aparición de Cristóbal— ese gesto habla más que mil disculpas. No culpó a María, no se excusó, simplemente agachó la cabeza. En Petra, ese acto es casi una súplica silenciosa de perdón.
Después, fue María quien, armada de valor, acudió a Catalina para que ella hiciera la llamada. Allí se descubrió la verdad: Samuel había desaparecido misteriosamente. Pero el foco no estaba ya en el sacerdote, sino en quién intentó primero mover ficha por él. Petra, la misma que durante años sembró el miedo, ahora había intentado actuar con dignidad.
Desde ese momento, la vemos distinta. Camina por los pasillos como si cada paso le doliera. Cristóbal no le pasa ni una, la corrige sin alzar la voz, pero con tal autoridad que Petra no puede más que obedecer. Ya no busca imponer su presencia, sino recuperar algo que creyó perdido para siempre: el respeto, el perdón… tal vez incluso el amor propio.
A pesar de que sus viejos hábitos a veces resurgen —porque Petra no ha dejado de ser Petra— también vemos momentos donde traga su orgullo. Porque ha entendido que ya no está luchando por un puesto en la casa, sino por su alma. Y eso, en alguien como ella, es un avance gigantesco.
La historia de Petra Arcos en La Promesa es la de una mujer en plena transformación. Una transformación real, no una fachada. Y aunque muchos aún desconfían —con razón, por su pasado— es imposible no ver los pequeños pasos hacia la redención. ¿Es este cambio definitivo? ¿O estamos ante una tregua temporal? Solo el tiempo lo dirá.
Pero por ahora, Petra camina sobre cristales, sintiendo el peso de cada decisión y sabiendo que no hay margen para errores. Y en esa lucha interna se ha ganado algo que nadie esperaba: nuestra compasión. Porque ver caer a un villano es fácil, pero ver a un villano intentar ser mejor… eso emociona de verdad.
Así que sí, hoy Petra ya no es solo “Doña Cicuta”. Es una mujer que está intentando construir una nueva versión de sí misma. Y eso, en el mundo de La Promesa, es algo que merece ser contado.