Una noche destinada a la celebración se convierte en un escenario de escándalos, revelaciones inesperadas y la más demoledora humillación pública en la historia de La Promesa. Leocadia, convencida de tener entre manos el secreto perfecto para destruir a Catalina ante la élite aristocrática, organiza su golpe final… sin imaginar que el destino le tiene preparada la caída más dolorosa de su vida.
Todo comienza en medio de preparativos fastuosos: el salón de la finca brilla con candelabros, flores y copas rebosantes de champán. La familia de la Serna organiza una velada especial, pero lo que debía ser una noche de anuncios alegres se ve enturbiado por las maquinaciones de Leocadia, quien ha descubierto que Catalina frecuenta un convento en secreto. Convencida de que oculta un pecado inconfesable —quizás una relación ilícita o un embarazo encubierto—, planea desvelar el supuesto escándalo frente a todos los invitados.
Sin embargo, Leocadia subestima a su oponente. Catalina, aunque discreta, no es débil. Lo que Leocadia no sabe es que su enemiga no está sola. La Madre Superiora del convento, enterada de las intenciones ocultas de Leocadia tras su visita disfrazada de benefactora, decide intervenir discretamente. Al llegar la velada, y mientras los invitados toman sus asientos y se preparan para escuchar las palabras del Marqués, una figura inesperada irrumpe en escena: la misma Madre Superiora, vestida con el hábito y una mirada tan firme como su fe.
Antes de que Leocadia pueda abrir la boca, la religiosa se adelanta y pide la palabra. Con voz pausada pero firme, revela que Catalina ha estado visitando el convento no por culpa ni por vergüenza, sino por compasión: organizaba ayuda para huérfanas y refugiadas de la guerra, y planeaba establecer una escuela gratuita con apoyo del convento. Los invitados estallan en aplausos y lágrimas de admiración. Leocadia queda congelada. Su rostro se tiñe de un rojo amargo. El golpe que planeaba se ha convertido en una ovación para su enemiga.
La humillación pública es total. En un último intento desesperado, Leocadia lanza una acusación sin pruebas, sugiriendo que Catalina ha ocultado otros secretos. Pero la respuesta es el silencio helado del salón. Doña Cruz se levanta, la mira fijamente y le pide que se retire de la velada. Leocadia sale del salón con la mirada clavada en el suelo, sabiendo que su reputación ha quedado hecha trizas.
Pero la noche aún guarda una revelación más impactante. Mientras todos se recuperan del escándalo, Toño, el joven mozo, aparece visiblemente afectado. Entrega a Manuel un colgante con el escudo familiar… el mismo que pertenecía al antiguo Marqués. Atado a él, hay un fragmento de tela de un uniforme militar manchado de barro y sangre.
El rostro de Manuel palidece. Aquello no es una reliquia olvidada, es una prueba de que la muerte de su padre no fue un accidente, sino un crimen cuidadosamente encubierto. La versión oficial —un disparo fortuito en una cacería— comienza a desmoronarse.
Las miradas se cruzan. Alonso, incrédulo, exige explicaciones. El silencio en la sala se vuelve insoportable. La velada, que comenzó como una celebración, se convierte en un tribunal silencioso donde el pasado se alza como acusador.
La investigación sobre el antiguo Marqués se reabre. Las sospechas caen sobre varios miembros de la familia, incluyendo a Lorenzo, cuyas maniobras recientes ya habían sembrado dudas. Pero hay alguien más en el centro de esta nueva tormenta: Doña Cruz, cuya expresión se endurece al ver el colgante. ¿Qué sabe ella? ¿Qué ha ocultado todos estos años?
Así termina este capítulo de La Promesa, con Catalina más fuerte que nunca, Leocadia completamente destruida y la sombra de un asesinato marcando el futuro de la familia de la Serna. Una verdad enterrada está a punto de salir a la luz… y nadie, absolutamente nadie, está preparado para sus consecuencias.
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