La capilla improvisada del salón principal estaba decorada con lirios blancos y cintas doradas. El aroma del incienso y el murmullo de los invitados creaban un ambiente solemne, casi irreal. Todo estaba preparado para lo que debía ser un acto de celebración: el bautizo de los hijos de Catalina. Sin embargo, ni el marqués Alonso ni su fiel mayordomo Romualdo podían disipar el peso invisible que oprimía el ambiente. El motivo tenía un nombre: Eugenia.
Había sido excluida de la ceremonia por decisión directa del marqués, tras un incidente inquietante con el pequeño Andrés, a quien Eugenia había tomado en brazos sin permiso y en un estado de perturbación evidente. Alonso no podía permitirse riesgos. La estabilidad de la casa pendía de un hilo, y Eugenia, en su estado, era una amenaza que no podía ignorar. Lo que Alonso no imaginaba era que esa misma mujer, acallada por años de manipulación y medicación forzada, estaba a punto de hacer temblar los cimientos de La Promesa.
El murmullo cesó de golpe cuando Eugenia irrumpió en la sala con la determinación de quien no tiene ya nada que perder. Su silueta se recortó en la puerta principal, vestida de luto riguroso, con el cabello suelto y los ojos ardiendo de verdad contenida. En su mano, un revólver que hizo a más de uno contener el aliento. Los invitados se levantaron sobresaltados, y el padre Adolfo interrumpió su bendición. Alonso se puso de pie, lívido.
—No he venido a hacer daño —dijo Eugenia, con una voz firme, casi serena—. He venido a decir la verdad. Esa que ustedes han querido enterrar conmigo.
Todos la miraban con una mezcla de miedo y fascinación. La mujer a la que durante meses se había considerado inestable, enferma, desquiciada, hablaba ahora con una lucidez devastadora. Eugenia reveló que Lorenzo y Leocadia la habían estado drogando deliberadamente con sustancias que alteraban su percepción y comportamiento. Con pruebas médicas en mano, con el testimonio de Curro y hasta con las marcas en la piel del pequeño Andrés —una erupción causada por contacto con uno de los fármacos utilizados—, desmanteló una trama de traición tan perversa como silenciosa.
Romualdo, testigo mudo desde una esquina, sintió que se abría ante él una grieta en el tiempo: la imagen de Eugenia meciendo al niño días atrás, la desesperación de Loli, la furia de Alonso, todo cobraba otro sentido. No era locura. Era abuso. Era una injusticia deliberada, orquestada con precisión por aquellos que querían apartar a Eugenia de la herencia, del poder, de su propia familia.
—He sido silenciada, dopada, ridiculizada. ¿Y por qué? Porque sabía demasiado. Porque me convertí en un obstáculo. Pero hoy, ante Dios y ante todos ustedes, recupero mi voz —gritó Eugenia, dejando caer el revólver al suelo como prueba de su paz.
El estruendo metálico del arma rebotó en las paredes, sellando el momento. Leocadia intentó salir del salón, pero fue detenida por Romualdo. Lorenzo, pálido como un cadáver, negó todo entre tartamudeos. Catalina, con Andrés en brazos, rompió a llorar. Y Alonso, petrificado, no supo si correr a abrazar a su cuñada o caer de rodillas implorando perdón.
La ceremonia se convirtió en juicio público. El padre Adolfo, testigo y ahora también mediador, bendijo a los niños con voz temblorosa, mientras los agentes de la Guardia Civil, avisados discretamente por Manuel minutos antes, llegaban al palacio.
Lorenzo fue arrestado sin oponer resistencia. Leocadia gritaba que todo era mentira, pero sus palabras se ahogaban en el desprecio de los presentes. Romualdo no apartaba la vista de Eugenia, con los ojos llenos de lágrimas. No de pena, sino de admiración.
—Eugenia, tú no estás loca —murmuró Alonso al fin, con voz quebrada—. Tú eres la única cuerda en esta casa de máscaras.
La mujer, exhausta, asintió con la cabeza. No necesitaba más. Su verdad había salido a la luz, y con ella, todo un sistema de mentiras comenzaba a desmoronarse. Catalina se acercó a su tía con los ojos húmedos y le puso a Andrés en los brazos.
—Gracias por protegerlo, incluso cuando no sabíamos que lo necesitaba —susurró.
Y allí, en medio del altar profanado, entre flores marchitas y lágrimas sinceras, Eugenia abrazó a su sobrino. El niño, en lugar de inquietarse, sonrió. La paz, por fin, comenzaba a abrirse paso en los pasillos de La Promesa. Aunque aún quedaba mucho por sanar, la verdad había reclamado su sitio.
Y Eugenia, la “loca” de la familia, se convirtió en su redentora.