Tras el funeral de Jesús, las tensiones familiares siguen latentes. Manuela, tratando de aliviar la situación, le ofrece a María llevarle el té al comedor, pero ella, visiblemente afectada, confiesa lo doloroso que ha sido todo. Lamenta no haber podido despedirse de Jesús como hubiera querido y recuerda lo trágica que fue su muerte. Manuela, preocupada por su estado de salud, le aconseja descansar y no forzarse demasiado.
María, sin embargo, no deja de pensar en lo que dirá la gente al notar su ausencia en el entierro. Manuela intenta tranquilizarla, asegurándole que hubo muchas personas acompañando a la familia. Pero María, con un dejo de amargura, señala que el hermano de Jesús asistió sin su esposa, la única persona que, según ella, realmente respetaba a Jesús. Manuela le responde con sabiduría: lo que importa es el cariño en vida, no quién estuvo presente en el funeral.
En ese momento, Gema entra en la conversación buscando unos guantes que Digna le prestó durante el velatorio. Mientras Manuela va a buscarlos, Gema se acerca a María y menciona que su ausencia en el funeral fue notoria. María, desconfiada de su aparente preocupación, responde que se siente mejor, pero que su estado de salud no fue el verdadero motivo de su falta. Gema le dice que Andrés explicó a todos que no asistió porque estaba indispuesta. María se burla de esta versión, asegurando que Andrés nunca admitiría la verdad: que la familia la vetó del funeral.
Esta conversación deja al descubierto las fracturas profundas dentro de la familia, los rencores acumulados y el dolor de María por haber sido excluida en un momento tan crucial.