En el capítulo 335 de Sueños de libertad, la historia nos regala un momento de calma y profundidad en medio de las tormentas emocionales que sacuden a sus personajes. Un instante cargado de ternura, admiración, recuerdos y también cierta tensión creativa entre Luis y Cristina, dos almas distintas que poco a poco empiezan a reconocerse desde la pasión compartida por el perfume… y quizás, algo más.

La escena se desarrolla en el laboratorio, donde ambos colaboran en la creación de una nueva fragancia para la próxima colección de Cobeaga, una línea inspirada en un cuadro evocador: un campo salpicado de amapolas, violetas y lavanda. Luis, siempre metódico y fiel a la fuente directa de inspiración visual, sugiere construir la fragancia a partir del colorido floral de la pintura. Cristina, sin embargo, aporta una mirada mucho más libre y poética. En lugar de fijarse en lo evidente, se deja llevar por las nubes del cuadro. Unas nubes que, como ella describe con delicadeza, ya han descargado su lluvia, dejando tras de sí una brisa ligera que sugiere paz, frescura y renovación. Es, en palabras de Cristina, “como el respiro que deja una tormenta de primavera”.

Luis al principio se resiste. Prefiere centrarse en las flores, las protagonistas cromáticas del lienzo, como punto de partida seguro y lógico. Pero Cristina insiste: lo evidente no conmueve, y mucho menos a alguien como Cobeaga, que —según ella— busca siempre lo inesperado, lo que rompe moldes. Poco a poco, la firmeza de Cristina lo va desarmando. Luis duda, sonríe, y finalmente se rinde ante la fuerza sutil de su compañera: “Tienes razón”, concede, dándole paso a una nueva dirección para la fragancia. Pero ese momento de entendimiento no dura mucho.

Luis, entre recuerdos y emociones contenidas, vuelve a centrar la conversación en las amapolas. No como flor decorativa, sino como símbolo de algo más profundo: su padre, Gerasio Merino, también perfumista, tenía apuntes sobre ese aroma tan poco utilizado y a menudo infravalorado. La amapola, para él, era una esencia de carácter, esquiva, misteriosa. Y es en ese punto donde la conversación empieza a girar hacia lo personal.

Cristina, al escuchar ese nombre, recuerda algo que le contó Irene: el padre de Luis también era perfumista. Con una mezcla de asombro y admiración, comenta lo maravilloso que debe ser poder seguir los pasos de alguien así, heredar una pasión tan grande. Luis, con una mirada casi melancólica, describe a su padre como un genio. Un hombre completamente absorbido por el arte del perfume, que se perdía en las gotas que caían en el destilador como si le hablasen. Era más que un oficio para él; era su vida.

Pero también hay una sombra en ese recuerdo. Luis confiesa que su padre pasaba tanto tiempo en el laboratorio, tan inmerso en su mundo aromático, que fue su madre quien realmente crió a la familia. Una mujer silenciosa pero fuerte, que sostuvo el hogar mientras su esposo se perdía entre esencias y fórmulas. Ese comentario no pasa desapercibido para Cristina. La imagen de las madres que cargan con todo sin ser vistas resuena en ella, quizá porque refleja algo de su propia historia.

En medio de este cruce de ideas y emociones, Cristina se sincera. Como licenciada en química, siempre creyó entender el funcionamiento del mundo, hasta que se adentró en el arte del perfume. Ahora, cada mezcla, cada esencia, le parece un universo nuevo. Luis se muestra humilde ante su admiración, devolviendo el mérito a su padre, como si él aún no se atreviera del todo a reconocerse como heredero digno de ese legado. Pero Cristina no duda: para ella, trabajar con Luis no es solo una oportunidad profesional, sino un verdadero privilegio.

La conversación, que ha oscilado entre lo artístico, lo técnico y lo emocional, cierra su círculo cuando Luis, ya más tranquilo, regresa a los antiguos apuntes de su padre sobre la amapola. Como si en esas notas estuviera la clave para crear algo nuevo, sí, pero también para conectar con una parte de sí mismo que aún no ha terminado de descubrir.

Este episodio no solo avanza en la historia del perfume de Cobeaga, sino que revela una nueva profundidad en la relación entre Luis y Cristina. No es una relación romántica en el sentido clásico aún, pero está tejida con respeto, con admiración mutua y con ese tipo de complicidad que solo nace cuando dos personas se atreven a mirarse más allá de lo evidente. Lo profesional y lo personal empiezan a entrelazarse, y la fragancia que buscan crear parece un reflejo de eso: una mezcla inesperada, con capas sutiles y significados ocultos.

En Sueños de libertad, los grandes giros argumentales suelen ir acompañados de escenas explosivas, revelaciones familiares o decisiones desesperadas. Pero a veces, como en este capítulo 335, la revolución llega en forma de una conversación tranquila, de una nube después de la lluvia, de una amapola en medio del campo. Y en esa sencillez, se enciende una chispa que, tarde o temprano, se volverá fuego.

Porque aquí, entre fórmulas químicas y memorias familiares, Luis empieza a abrir su mundo a Cristina. Y Cristina, con su mirada limpia y su forma de romper las normas con suavidad, empieza a encontrar su lugar. Ya no como aprendiz, ni como química, sino como una creadora capaz de ver el perfume que hay incluso en las nubes.

Y mientras tanto, la pregunta queda en el aire: ¿qué pasará cuando Cristina ya no necesite que Luis le dé la razón… porque simplemente ya caminen lado a lado?