En una escena profundamente íntima y emocional, Marta y Pelayo protagonizan una conversación en la que se enfrentan cara a cara con una cuestión trascendental: la posibilidad de tener un hijo juntos. La charla comienza de forma abrupta, con Marta estableciendo límites claros desde el primer momento. Apenas ve a Pelayo, asume sin rodeos que ha venido a insistir en el tema de formar una familia, y le dice tajantemente que no tiene tiempo ni disposición para seguir dándole vueltas a algo que para ella ya está resuelto.
Pelayo, visiblemente afectado, admite que no puede dejar de pensar en el tema. La idea de ser padre lo desvela, le genera ansiedad pero también una inesperada ilusión. Sin embargo, Marta no se mueve un ápice de su postura. De forma firme y directa, le deja claro que no quiere tener un hijo. No es una decisión impulsiva ni superficial; Marta ha reflexionado sobre ello, y sabe que la maternidad, para ella, implicaría sacrificar demasiado, especialmente su vida profesional y su libertad. Y eso es algo que no está dispuesta a hacer.
Pero no se trata solo de ella. Marta va más allá y cuestiona las motivaciones de Pelayo. Le dice que no es válido querer tener un hijo solo para reforzar una imagen política, para simular una vida familiar tradicional que en realidad no tienen. Sabe que Pelayo, como figura pública, está bajo constante escrutinio, y que un hijo podría ayudarle a consolidar una fachada de estabilidad, pero traer una vida al mundo por conveniencia o cálculo social le parece irresponsable. Pelayo, en un gesto inusual, baja la guardia y reconoce que, aunque suene frío, efectivamente ha pensado en esa dimensión del asunto. No lo niega.
Lo que sigue es una de las pocas veces en que Pelayo se muestra realmente vulnerable. Le confiesa a Marta que nunca antes había contemplado seriamente la paternidad, en parte por su orientación sexual, en parte por las circunstancias de su matrimonio, que ambos saben que fue más estratégico que afectivo. Sin embargo, ahora, por primera vez, se permite imaginar lo que sería formar una familia de verdad. Habla con sinceridad: no lo haría solo por imagen o ambición, sino porque realmente anhela esa conexión emocional. Le emociona pensar en llegar a casa y encontrar un niño que lo espere, alguien con quien compartir juegos, cuidados, una historia común, un legado.
Marta se conmueve al escuchar esa parte más humana de Pelayo. Incluso le dice que le parece bonito lo que siente, pero enseguida vuelve a marcar la distancia. Aclara que si alguna vez llegaran a contemplar esa posibilidad, ella no estaría dispuesta a hacerlo por el método tradicional. No quiere volver a tener relaciones sexuales con él. Ya lo hizo una vez en el marco de su anterior matrimonio, y no fue algo que le dejara buenos recuerdos. No quiere repetirlo. Pelayo lo entiende sin discutirlo. De hecho, le confiesa que jamás esperó eso de ella.
Ante la pregunta lógica de Marta —“¿Entonces cómo piensas hacerlo?”—, Pelayo le revela que ha estado investigando otras vías. Ha encontrado una clínica en Londres que ofrece servicios de inseminación artificial sin que la pareja tenga que mantener relaciones sexuales. El plan, en principio, suena clínico pero eficaz. Marta lo escucha, entre sorprendida y escéptica. Con una mezcla de sarcasmo y asombro, le dice que para alguien como él, que no cree en los milagros, esa propuesta suena bastante cercana a uno.
Pelayo intenta explicarle el proceso, las estadísticas, los aspectos médicos y logísticos. Pero Marta lo interrumpe. Su rostro refleja una mezcla de incredulidad y cansancio. No está convencida. No tanto por el procedimiento en sí, sino porque siente que toda la conversación ha perdido sentido. Le propone entonces que paren ahí, que dejen de hablar del tema porque no lleva a ninguna parte.
Pelayo acepta el final del diálogo con dignidad, pero no se marcha sin una última súplica. Le pide a Marta, casi con desesperación, que al menos lo piense. Que no le dé una respuesta definitiva ahora, pero que no cierre por completo la puerta. Le confiesa que está atravesando un momento difícil, no solo a nivel político —donde vuelve a ser blanco de críticas y ataques— sino también en su vida personal. Se siente solo, desgastado. Y tener algo que lo ilusione, aunque sea una posibilidad remota, podría significar mucho para él. Le vendría bien un poco de esperanza.
La escena deja al descubierto una tensión profunda entre lo que se espera de nosotros y lo que realmente queremos. Marta representa la voz de la independencia, del autocuidado, pero también del amor sincero —especialmente por Fina, con quien mantiene una relación más auténtica. Pelayo, en cambio, se mueve entre la ambición, la imagen pública y una genuina necesidad de afecto. El deseo de tener un hijo se convierte, entonces, en una metáfora más amplia: habla del anhelo de pertenecer, de dejar una huella, de formar parte de algo más grande que uno mismo.
Ambos personajes, aunque aparentemente en desacuerdo, están luchando con los mismos fantasmas: las imposiciones sociales, la identidad, el deseo, la soledad. Y aunque la conversación no termina con una decisión, deja abiertas muchas preguntas sobre qué significa realmente formar una familia, y bajo qué condiciones es legítimo o deseable traer una nueva vida al mundo.