Bajo un cielo plomizo y opresivo, donde los susurros se mezclan con las sombras de los corredores de la Promesa, Petra, la inquebrantable ama de llaves, dio un paso que cambiaría su vida para siempre.
Movida por un impulso desconocido, cometió el error que sellaría su caída: abrir su corazón a la fragilidad de una joven inocente, Alicia.
Alicia, muda y con la mirada marcada por la miseria, despertó en Petra una ternura adormecida.
Por primera vez en décadas, la severa guardiana del orden se dejó guiar por la compasión y no por la estrategia.
Petra desafió las reglas, acogiendo en secreto a la muchacha en una habitación olvidada del ala de los criados, creyendo que allí estaría a salvo del mundo.
Sin embargo, en la Promesa, la bondad siempre tiene un precio.
Leocadia, astuta y oportunista, tejía en paralelo su propia telaraña de conspiraciones, observando cada movimiento de Petra con ojos de buitre.
Lo que parecía un acto de misericordia se convirtió en una trampa mortal.
Con el paso de los días, mientras Petra se dividía entre su trabajo habitual y el cuidado clandestino de Alicia, su comportamiento empezó a cambiar.
Su mirada, antaño dura como el acero, se volvió más suave.
Su brusquedad implacable comenzó a resquebrajarse.
Y en un mundo como el de la Promesa, las debilidades no pasan desapercibidas.
Poco a poco, los rumores crecieron.
Las criadas susurraban a escondidas sobre la transformación inexplicable de Petra.
El cocinero López comentaba en voz baja los cambios en su humor.
Y mientras tanto, Leocadia, paciente como una araña, aguardaba el momento perfecto para atacar.
Cuando finalmente las máscaras cayeron, la revelación fue devastadora: Alicia no era quien parecía ser.
La joven frágil, a quien Petra había jurado proteger, era en realidad una pieza clave en una venganza cuidadosamente planificada contra la familia Luján.
Petra fue traicionada por su propia piedad.
Acusada de conspiración y traición, abandonada incluso por quienes alguna vez confiaron en su lealtad, fue llevada ante la justicia del palacio.
La caída fue brutal: la mujer que durante años había dominado la Promesa con mano firme, terminó encadenada y derrotada, pagando con su libertad el precio de su única muestra de humanidad.
En prisión, Petra no solo cumplió condena por sus actos visibles.
Su verdadero castigo fue vivir consumida por la culpa, preguntándose cómo un solo instante de bondad pudo arruinar una vida entera forjada en la desconfianza.
La Maldición de la Piedad —así se susurraba ya entre los pasillos—, porque quien en la Promesa osa amar o compadecerse, sella su propia destrucción.
¿Cómo una mujer que se había negado siempre a sentir terminó siendo arrastrada por su primer acto de amor?
¿Fue Alicia un instrumento del destino o simplemente una víctima más del veneno que rezuma en cada piedra del palacio?
Las respuestas se diluyen entre los muros, pero el eco de la caída de Petra resuena con fuerza:
En la Promesa, cada acto de bondad se paga con sangre.
Así, Petra, la mujer que creyó poder vencer a la oscuridad interna del palacio, fue finalmente devorada por ella.
Su destino, sellado por la traición más dolorosa: la de su propio corazón.