En una habitación en penumbra, mientras ella intenta mover con esfuerzo sus extremidades afectadas, él la asiste con ternura. Le ayuda a estirar, a mantener el cuerpo en movimiento, aunque se percibe claramente que lo que más pesa no es la rigidez física, sino la emocional.
—A ver… estira un poco ahí —le dice con suavidad, mientras sostiene su brazo.
En medio del silencio incómodo, ella rompe el momento con una confesión inesperada.
—¿Sabes una cosa? Si volvieras a solicitar la nulidad matrimonial… esta vez no me opondría.
La sorpresa lo deja en silencio por unos segundos. No es la respuesta que esperaba. Ni el momento. Ni el tono. La mira, confundido.
—¿A qué viene eso? —pregunta, como si no entendiera por qué está diciendo algo así ahora.
—Estoy siendo sincera —responde ella, sin dramatismos, solo con la amarga serenidad de quien ha dejado de luchar contra lo inevitable—. No tiene sentido seguir dándole vueltas a lo que ya no puede ser.
Él intenta procesar lo que escucha. Pero para él, no es tan fácil pasar página. Su mirada se nubla.
—Pues yo no puedo dejar de pensar en todo esto —responde—. En lo que éramos, en lo que quedó.
Ella lo interrumpe, sin alzar la voz, pero con la convicción de quien ya ha aceptado su derrota interior:
—No tengo ningún futuro.
—Por favor, no digas eso —le suplica él, con genuina angustia.
—Es la verdad —insiste ella, con los ojos brillando pero firmes—. No tengo nada que ofrecerte. Estoy atrapada en este cuerpo… en esta vida… Y eso no significa que tú tengas que quedarte aquí conmigo también.
El silencio se instala por un momento, cargado de resignación. Él quiere protestar, pero no encuentra las palabras.
Entonces, ella añade, casi como una confesión amarga:
—Al fin y al cabo, ese accidente ocurrió porque querías echarme de casa.
Él queda helado. No lo había dicho nunca con tanta frialdad. No era una acusación, sino una constatación de hechos. Una verdad que ambos han evitado decir en voz alta.
Ella lo mira a los ojos, con firmeza.
—Por favor… admitámoslo.
Ambos saben que aquel accidente no fue solo físico. Fue la culminación de un matrimonio fracturado, de años de rencores y silencios acumulados. Iba a marcharse, él lo deseaba, y el destino —caprichoso y cruel— truncó esa salida con un golpe irreversible.
—Es injusto —continúa— que sea precisamente ese accidente lo que nos mantenga unidos ahora. Como si la vida se burlara de nosotros.
Él aprieta los labios, tragando palabras que no se atreve a decir. El dolor no está en lo físico, sino en lo emocional. Están atrapados en una paradoja cruel: cuando estaban libres, no podían estar juntos… y ahora que están forzadamente juntos, no pueden ser libres.
—Es una ironía del destino muy cruel —susurra ella.
La habitación vuelve a quedarse en silencio, solo interrumpida por el sonido de la respiración entrecortada de ella y la música tenue que parece acompañar su tristeza.
—Piénsalo —le dice al final, no como una orden, sino como una súplica liberadora.
No lo está echando. No lo está alejando por rencor. Le está ofreciendo una puerta de salida. Una oportunidad de reconstruir su vida, lejos del peso que ella representa. Porque lo ama. Y precisamente por eso no quiere que se sacrifique por ella.
Él no responde. Sus ojos lo dicen todo. Tiene miedo. Culpa. Y quizás también amor. Pero ahora, ese amor ya no es el mismo. Ha mutado. Ha sobrevivido a la tragedia, pero en una forma distorsionada, casi de penitencia.
Ambos se miran en silencio, sabiendo que quizás esa fue su despedida más honesta. Sin gritos. Sin reproches. Solo dos personas que ya no pueden sostener lo que el destino quebró sin aviso.