La noche cae sobre la ciudad, pero en una pequeña tienda silenciosa, las luces siguen encendidas. Fina está terminando de colocar mercancía, exhausta pero en paz. Lo que no espera es que, en la penumbra, aparezca Marta, con la mirada llena de decisión… y amor.
“¿Qué haces aquí?”, pregunta Fina, sorprendida. Marta, sin rodeos, admite que no sabía si la encontraría, pero al ver la luz encendida no pudo resistirse a entrar. Con una sonrisa cómplice le devuelve la pregunta, “¿Y tú? ¿Por qué trabajas tan tarde?”.
Fina intenta quitarle peso a la escena, habla de su rutina, de evitar el trabajo mañanero. Pero debajo de sus palabras flota una inquietud: ella creía que Marta ya estaría en Londres, con Pelayo, cumpliendo su papel de esposa ante el mundo.
Entonces Marta suelta la bomba: no tomó el vuelo. Mientras conducía hacia el aeropuerto, las palabras de su hermano rebotaban en su mente. Aquella advertencia brutal, honesta: no traigas un hijo al mundo dentro de un matrimonio sin amor. Y en ese instante, Marta lo entendió. Un hijo nacido en la mentira, en la fachada, sería una carga, una condena.
Con voz temblorosa pero firme, Marta se abre del todo. Le confiesa a Fina que se enamoró de la idea de formar una familia con ella, con la única persona que le ha hecho sentir completa. Quería creer que podían tenerlo todo, aunque el sistema, Pelayo, y la moral de los años 50 las obligaran a esconderse.
Pero al final, la cruda realidad la alcanzó: ese niño tendría legalmente solo un padre y una madre. Fina sería invisible, una sombra. Y eso… era inaceptable.
“Me bajé del coche porque no podía permitir que el amor de mi vida… mi esposa… quedara en segundo plano.” Las palabras de Marta perforan el aire. Fina contiene la respiración. “¿Sabes lo que significa que me llames así?”, pregunta. Marta, mirándola a los ojos, responde: “¿Sabes lo que significa que tú aún me ames?”
Las heridas están ahí, aún abiertas. Ambas reconocen que estuvieron a punto de seguir adelante con un plan imposible. Marta estaba cegada por la esperanza, mientras Fina, aunque lo intentó, nunca logró convencerse del todo. Y ambas lo sabían.
Hay lágrimas, hay pausa. Marta admite con dolor que probablemente no serán madres, y que ese vacío dolerá siempre. “Pero aún así”, dice, “te elijo a ti”. Fina, emocionada, apenas logra hablar. “¿No es ya nuestra vida una especie de condena?”, susurra.
Marta se acerca, acaricia su rostro y responde con toda su alma: “Estar contigo no es una condena. Sentir tu piel, besarte… no es castigo. Amarte es vivir. Lo demás no me importa.”
Entonces, en una escena cargada de redención, pasión y ternura, se besan. Un beso largo, profundo, lleno de todas las palabras no dichas, de todos los sueños no cumplidos. Y Marta, en un susurro, dice: “Pasemos la noche juntas.”
Fina asiente. “Nuestro refugio.”
Y juntas, por primera vez sin máscaras, eligen el amor, el verdadero, por encima de todo.
¿Está lista la sociedad para un amor como el de Marta y Fina? ¿O tendrán que seguir luchando para defender su verdad en un mundo que no está hecho para ellas?