“Fue solo un coche. Pero en esa promesa de velocidad se jugaba la salvación de una familia… y de una mujer condenada al olvido.”

La fiebre no cedía. Rafaela, la hija de Catalina y Adriano, yacía entre sábanas húmedas, sus pequeños labios entreabiertos en un quejido que desgarraba el corazón. Catalina, con el cabello recogido a toda prisa, humedecía sin cesar un paño con infusión de romero. Simona y Candela, tras agotar cada recurso ancestral, ya no rezaban por la sanación, sino por la llegada de ayuda. Pero no había teléfono. No había médico. Solo quedaba esperar… o actuar.

En ese silencio de impotencia, Leocadia oyó lo que necesitaba: una oportunidad. Desde el escándalo con el marqués de Andújar, su figura había sido reducida a una sombra. Nadie la expulsó del palacio, pero las miradas evitadas y los susurros le resultaban más letales que cualquier sentencia. Ni siquiera Ángela, su hija, podía disimular la vergüenza. Y eso era lo que más dolía.

Pero cuando escuchó que no había forma de llevar un médico a tiempo, la idea le atravesó como un relámpago. Un coche. Un lujo impensable, una inversión temeraria, pero también un símbolo de futuro. Ella aún tenía joyas, ahorros, contactos. Y ese gesto, pensó, podría borrar meses de desprecio. Más que un objeto, sería su redención.

Mientras tanto, Catalina y Adriano, consumidos por el miedo, descargaban el uno sobre el otro su frustración. Reproches por las inversiones, por la falta de previsión, por no tener un coche propio. Pero más que todo, por no poder salvar a su hija. La cuna de Rafaela se había convertido en su campo de batalla emocional. Y allí, el dolor los hacía crueles.

Lejos de allí, en los dominios del aceite y el hierro, Manuel se refugiaba en el taller. La recién llegada Enora, joven y enigmática, despertaba una mezcla de fascinación e incomodidad. Toño, curtido en silencio y grasa, no perdía de vista sus gestos precisos, ni sus preguntas tan inteligentes como sospechosamente dirigidas. Algo no cuadraba.

Pero la amenaza mayor no estaba ni en la fiebre ni en las herramientas. Lope, contra todo pronóstico, reapareció en La Promesa. Su rostro no traía alivio, sino alarma. Había visto algo. A él. Al capitán de la Mata, un nombre que helaba la sangre de quienes lo conocieron. ¿Qué significa su regreso? ¿Y por qué Lope luce derrotado si traía esperanza?

En paralelo, Petra, como una araña silenciosa, tejía una trampa para María Fernández usando el obispado como anzuelo. Su voz, dulce en apariencia, escondía un veneno de manipulación que pronto daría frutos.

Pero la jugada más audaz estaba por llegar. Leocadia, tras días de exclusión, se presentó ante los Luján con la llave de un automóvil entre los dedos. Nadie entendía cómo. Nadie sabía qué decir. Pero todos comprendieron la magnitud del gesto. No era un regalo. Era una apuesta desesperada. Por Rafaela. Por Ángela. Por su nombre.

La pregunta ahora no es si el coche llegará a tiempo, ni siquiera si el médico podrá salvar a la niña. La pregunta es: ¿cuánto cuesta realmente el perdón? Y quién pagará su precio.

¿Crees que Leocadia merece una segunda oportunidad… o todo es parte de un plan oculto?