En el corazón de la semana, una tenue luz rompió la penumbra que cubría La Promesa. El doctor Guillén, con su pericia más práctica que académica, logró algo que parecía imposible: aliviar la fiebre que consumía a la pequeña Rafaela. El alivio fue inmediato. La niña abrió los ojos y esbozó una sonrisa en brazos de su madre, Catalina, como si la vida regresara de un abismo.

Catalina y Adriano, hasta entonces atrapados en la angustia, recuperaron el aliento. Esa nueva esperanza les insufló no solo gratitud sino una férrea determinación: ahora proteger a la familia era lo único que importaba. El negocio quedaba en segundo plano.

Mientras tanto, en el laboratorio, el entusiasmo contenía un aire de triunfo. Manuel, Enora y Toño celebraban los progresos de su motor. Las ideas cobraban vida sobre pizarras y bocetos: Enora diseñaba un fuselaje monocasco mientras Manuel, con ojos brillantes, sugería un doble carburador. Y aun en medio de ese entusiasmo, la mente de Manuel vagaba, su mirada perdida más allá del hangar, en un lugar lejano al que solo su corazón tenía acceso: Hann.

Enora lo observaba en silencio. Reconocía ese gesto en quienes han vivido la guerra. Era una nostalgia honda, un dolor sin cicatrizar. Al quedarse a solas con él, le preguntó con suavidad si aún extrañaba a Hann. Él no mintió: “Cada día”, confesó. Sentía su voz y su risa como si aún trabajaran juntos. Enora, lejos de sentir celos, se sintió triste, sabiendo que el hueco que Hann había dejado no podría llenarlo nadie.

Mientras tanto, en el jardín, Ricardo halló a Santos ensimismado, devastado por una carta de su madre, Ana. Ella le pedía ayuda para volver a La Promesa, una súplica que lo desgarraba entre el deber filial y la fidelidad a los marqueses. Con voz temblorosa, Santos le confesó a Ricardo que la había rechazado. Le dolía no solo haber sido manipulado, sino también seguir amándola en alguna parte de su corazón. Además, guardaba un rencor silencioso hacia Pía, pues, aunque sabía que ella actuó correctamente al exponer a Ana, sentía que le había arrebatado lo único parecido a una familia que le quedaba.

Y entonces, una preocupación nueva agitó la calma de la finca: Samuel había desaparecido. María Fernández, su amiga más cercana, no podía ocultar su angustia. Su habitación estaba en orden, pero él no estaba. Petra, visiblemente preocupada también, volcó su tensión en una discusión con Cristóbal Ballesteros, el nuevo mayordomo, cuya frialdad y rigidez se contraponían a la calidez tradicional de la casa. Petra, ya harta, lo enfrentó: “Aquí no somos un regimiento, somos una familia”, dijo.

Cristóbal respondió con su habitual tono sereno: “La humanidad no está reñida con el orden”, pero su presencia cada vez más controladora comenzaba a generar inquietud entre el personal. Su fachada de eficiencia escondía algo más oscuro.

En paralelo, Curro avanzaba en su investigación contra Lorenzo con la ayuda inesperada de Ángela. Ella, decidida, se ofreció a buscar pruebas entre los papeles de oficina. Curro intentó disuadirla, pero su determinación lo convenció. Compartían ahora una misión y una alianza que, aunque peligrosa, parecía inevitable.

Por su parte, Lorenzo, confiado, compartía con Leocadia un nuevo plan para limpiar el nombre de Ángela. Su propuesta era arriesgada, rayando en la locura, pero prometía convertirla en una heroína. Leocadia, entre esperanza y miedo, escuchaba con atención.

El viernes, 25 de julio, llegaba cargado de contrastes. Rafaela, ya recuperada, jugaba feliz, pero en el corazón de Catalina solo quedaba una firme determinación. Se presentó sin titubear ante el varón de Valladares y lo acusó de haber saboteado la llegada de médicos para forzar su sumisión. “No volverá a funcionar. No permitiré que vuelvas a dañar a mi familia. Esto no es una amenaza, varón. Es una promesa”, le dijo antes de marcharse.

El varón, sorprendido, apenas pudo contener su rabia. Catalina ya no era la dama sumisa. Era una madre decidida.

Por otro lado, Cristóbal Ballesteros, en un nuevo gesto de control, le propuso a López regresar a sus antiguas funciones como lacayo, pese a que la cocina se había convertido en su vocación. López quedó confundido y dolido, mientras su curiosidad sobre Vera, la misteriosa joven de la finca, aumentaba. Ella, siempre esquiva, evitaba hablar de su pasado. “Mi familia está lejos, no me gusta hablar de eso”, decía. López comenzaba a sospechar que ocultaba algo importante.

Curro, cada vez más nervioso por los riesgos que corría Ángela, no aguantó más. En la plaza de armas, enfrentó a Lorenzo con todo el peso de la ira acumulada. Lo acusó de destruir vidas con sus maquinaciones. Cuando Lorenzo respondió con arrogancia, Curro perdió el control y lo empujó al suelo. El capitán se levantó con una amenaza helada: “Has cruzado el límite. Pediré tu expulsión. Mi sombra te seguirá donde vayas.”

Parecía el fin para Curro. Pero justo cuando todo parecía derrumbarse, llegó Toño con una noticia que lo cambió todo. Pedro Farré había probado su prototipo de motor y era un éxito rotundo. “Dice que nunca ha visto nada igual”, anunció. Ese telegrama fue un estallido de alegría. Semanas de esfuerzo y noches sin dormir habían dado fruto. El futuro, que parecía incierto, ahora brillaba.

Así cerraba la semana en La Promesa: entre ruinas emocionales y triunfos inesperados. Las relaciones se tensaban, los secretos salían a la luz y los lazos humanos —pese a todo— resistían. Aun en medio del caos, la esperanza seguía viva, frágil, pero real. Porque, incluso en la noche más oscura, siempre hay quienes se atreven a encender una luz.