La tranquilidad del día en la tienda donde trabajan Carmen y Fina se rompe de golpe con la llegada de un visitante inesperado. Todo parecía rutinario: estanterías en orden, alguna que otra clienta habitual saludando al pasar, y una tarde que avanzaba sin sorpresas. Hasta que la puerta se abre con firmeza y entra un hombre con paso seguro y sonrisa descarada. Fina, sin levantar mucho la vista, lanza un comentario mordaz y juguetón: “A estas horas ya no vendemos nada, caballero”. Pero lo que parecía un cliente más resulta ser todo lo contrario. El hombre se detiene, alza una ceja con picardía y responde con una frase que deja claro que no es un desconocido: “No me cierres la puerta en la cara, que soy de la familia”.
Y entonces, como si el tiempo retrocediera, Carmen gira sobre sus talones y se queda petrificada. Sus ojos se llenan de incredulidad, emoción y un torrente de recuerdos que estallan al ver a su hermano, Chema, de pie frente a ella. “¡No me lo puedo creer! ¡Pero si eres tú!”, exclama, corriendo a abrazarlo con una mezcla de alegría y conmoción que deja sin palabras a quienes la rodean. El abrazo es cálido, largo, de esos que solo se dan después de muchos años y demasiadas cosas no dichas.
La complicidad entre los hermanos es inmediata. Carmen le dice, con ojos brillantes, que está guapísimo, mientras Chema no se queda atrás y le lanza un “Tú estás preciosa, como siempre”, lleno de ternura. Fina, que asiste al espectáculo con media sonrisa y ojos curiosos, es presentada con orgullo por Carmen. “Ella es Fina, mi compañera y amiga”, dice, mientras Chema, fiel a su estilo encantador, le estrecha la mano y le suelta un galante “El gusto es mío, guapa”, dejando claro que el carisma corre por sus venas.
La charla avanza entre bromas, miradas cómplices y una mezcla de emociones que solo un reencuentro inesperado puede provocar. Chema, lejos de estar de paso sin rumbo, revela que ha venido a Toledo por trabajo. Ya no trabaja en el matadero como antes, ahora se dedica a vender enciclopedias puerta a puerta. No es lo más glamuroso del mundo, pero en sus palabras hay un orgullo humilde y una determinación contagiosa. “Pensé que tú y tu marido podríais echarme una mano… conocéis a mucha gente por aquí”, le dice a Carmen con la naturalidad de quien sabe que la familia es el mejor apoyo.
Carmen, todavía digiriendo la sorpresa, admite que le habría gustado saber que venía, aunque Chema le confiesa con una sonrisa traviesa que quiso sorprenderla. Y vaya si lo logró. Su presencia, su forma de irrumpir en escena, su energía… todo en él descoloca pero también reconforta. Es como si con su llegada hubiese traído consigo un soplo de aire fresco, un recuerdo del pasado y una promesa de que, pase lo que pase, siempre habrá un rincón donde los lazos de sangre se impongan al tiempo y la distancia.
El momento más entrañable llega cuando Carmen, con tono entre madre y hermana mayor, le pregunta a dónde piensa ir ahora. Chema, sin pestañear, responde con total naturalidad: “A tu casa, ¿dónde si no?”. Ella se ríe, menea la cabeza como quien ya esperaba esa respuesta, y le dice que se lo imaginaba. Él, por un instante, duda: “¿No te molesta?”. Pero Carmen, con ese amor incondicional que solo los hermanos se profesan, lo tranquiliza: “Claro que no, estoy feliz de tenerte aquí”.
En los ojos de Carmen hay una mezcla de felicidad, nostalgia y un amor profundo que no necesita explicaciones. Le dice una vez más que está guapo, que no ha cambiado nada, y lo abraza otra vez. La escena es un remanso de calidez, de complicidad y verdad. Un pedacito de humanidad en medio de los dramas cotidianos que envuelven a Sueños de libertad.
Este capítulo no trata de intrigas ni de giros oscuros. Es, en cambio, una celebración de los vínculos que sobreviven al paso del tiempo. Chema, con su humor y su espontaneidad, nos recuerda que siempre es posible volver a casa, sorprender, reír, empezar de nuevo. Carmen, con su ternura y generosidad, demuestra que la familia no se elige, pero se cuida, se celebra, se abraza fuerte cuando regresa sin avisar.
Y mientras la cámara se aleja, dejándonos ver a los tres compartiendo risas y pequeñas confidencias entre estantes y cajas de productos, queda flotando en el aire esa frase que lo resume todo:
“El gusto es mío, guapa.”
Un guiño, una bienvenida, y la certeza de que el amor fraternal, en Sueños de libertad, sigue siendo uno de los pilares más hermosos de esta historia.