En esta escena cargada de tensión y malentendidos profesionales, Cristina regresa al laboratorio con entusiasmo y una muestra entre las manos. Ha estado trabajando en una mezcla y ha tomado la iniciativa de añadirle un colorante verde. Lo hizo convencida de que ese pequeño detalle podría marcar la diferencia en la presentación final del perfume, especialmente porque, según las palabras de doña Marta, los aspectos visuales también influirán en la elección del diseñador Cobeaga. Cristina pensó que si el perfume combinaba estéticamente con la nueva colección de moda, aumentarían las posibilidades de que fuera elegido.
Luis, el maestro perfumista con quien trabaja, se muestra inmediatamente intrigado y algo preocupado. Le pregunta qué sustancia usó para teñir la mezcla. Cristina responde con tranquilidad, creyendo haber hecho algo positivo: utilizó un frasco que encontró junto a las esencias, uno que llevaba una etiqueta que decía “Clorofilina sódica clorato”. Sin embargo, su iniciativa tiene consecuencias inesperadas.
Luis le pide el frasco para examinarlo más de cerca. Al abrirlo y oler su contenido, su expresión cambia: se da cuenta enseguida de que el líquido no es únicamente un colorante. El aroma lo delata. El frasco también contiene extracto de menta, una esencia fuerte que puede alterar por completo la composición olfativa del perfume. Con tono grave, le explica a Cristina que ese frasco no contenía solo clorofilina. Además, le revela un detalle crucial: él acostumbra reutilizar los frascos, por lo que el etiquetado no siempre refleja el contenido real. En otras palabras, Cristina ha cometido un error serio, aunque con buenas intenciones.
Cristina, al entender la dimensión del problema, se muestra sincera en su arrepentimiento. Se disculpa de inmediato, reconociendo que no tenía forma de saber que el frasco estaba mal rotulado y que tal vez deberían establecer un sistema más claro para evitar confusiones futuras. Pero Luis no está en disposición de recibir excusas. Molesto y visiblemente irritado, le recalca con firmeza que aquel laboratorio no es un espacio libre para que ella tome decisiones sin consultarle. Le recuerda que él es el responsable de cada fórmula y que ella, como asistente, debe limitarse a seguir sus instrucciones al pie de la letra.
Cristina, buscando aún una posible solución, propone una idea para corregir el error: añadir alcohol para diluir el aroma de menta. Pero Luis la interrumpe antes de que termine. Con tono seco y desaprobatorio, descarta su sugerencia tajantemente, calificándola de “chapuza”. Para él, la única opción aceptable es empezar de nuevo. La mezcla está arruinada y deben rehacer todo el proceso desde cero.
La conversación se torna más dura cuando Luis, sin contenerse, le recuerda de forma explícita cuál es su lugar en el equipo: ella no es perfumista, solo su asistente. Estas palabras, aunque tal vez intentan marcar límites profesionales, tienen un efecto devastador en Cristina. Herida en su autoestima, responde con rabia contenida: dice que vale mucho más que eso y que si se limita únicamente a hacer lo que le dicen sin aportar ideas, se siente inútil.
Luis, lejos de mostrar comprensión, le responde con una frase condescendiente y lapidaria: “Permíteme que lo dude.” Ese comentario no solo cierra la discusión, sino que deja entrever una falta de confianza en las capacidades de Cristina, lo que intensifica aún más la tensión emocional del momento.
La escena, más allá del conflicto puntual, revela una lucha de fondo: Cristina representa la energía joven, la creatividad y el deseo de aportar valor desde un lugar propio. Luis, en cambio, encarna la autoridad, la tradición, la precisión, y el control absoluto sobre su entorno profesional. Mientras Cristina busca hacerse un lugar a través de la iniciativa, Luis se aferra a su rol de experto y a la necesidad de que cada paso se dé bajo su supervisión total.
El desencuentro entre ambos pone de manifiesto lo difícil que puede ser la colaboración en entornos creativos cuando no hay comunicación clara, confianza mutua ni espacio para el error. Luis no considera la posibilidad de que Cristina tenga algo valioso que aportar fuera del cumplimiento estricto de sus tareas. Por su parte, Cristina se ve frustrada por la falta de reconocimiento y el desprecio hacia su iniciativa, aunque también comete el error de actuar sin comprender todas las reglas del laboratorio.
El choque no es solo profesional, sino también emocional: Cristina busca afirmación, validación y crecimiento, mientras Luis se siente amenazado por cualquier intervención que altere el equilibrio de su método de trabajo. Ambos están, en cierto modo, atrapados en sus propios roles: ella en la sombra de una autoridad que no la deja brillar, y él en el miedo de que el caos entre por la puerta si se abre una rendija a lo imprevisto.
En definitiva, esta escena retrata un momento clave de quiebre en su relación laboral. No es solo un error con un frasco mal etiquetado, sino un símbolo de las tensiones profundas que se gestan cuando la creatividad choca con estructuras rígidas. El laboratorio deja de ser solo un espacio de mezcla de esencias para convertirse en el escenario de una batalla silenciosa entre el deseo de aprender y el miedo a ceder el control. Ambos personajes tienen razón desde su perspectiva, pero si no encuentran una manera de trabajar en sintonía, esta no será la última vez que el perfume se eche a perder.