La tensión se palpa en cada rincón de la casa. Una votación aparentemente inofensiva ha desencadenado una tormenta que amenaza con devorarlo todo. María, decidida a mantenerse en pie cueste lo que cueste, vota a favor de don Pedro. A cambio, él mueve sus hilos para evitar la anulación de su matrimonio con Andrés. Es un pacto oscuro, una alianza forjada en el interés y el oportunismo.
Cuando Andrés se entera, la rabia lo consume. Grita que esa alianza solo traerá desgracia, sobre todo para Begoña y para él. La herida es tan profunda que incluso considera abandonar la casa. Pero entonces, Julia, con la inocencia de una hija que aún cree en el amor, le dice que lo quiere como a una madre. Y esa simple frase detiene sus pasos. Andrés se queda, aunque con el corazón dividido entre el deber y la desilusión.
Damián observa los movimientos de María con ojos de lobo herido. Está convencido de que ha encontrado en don Pedro al cómplice ideal para destruir a su familia desde dentro. Mientras tanto, don Pedro, maestro del disfraz emocional, disimula su desprecio frente a Digna. Pero la verdad se filtra. Andrés, incapaz de soportar la hipocresía, lo confronta directamente: ambos se odian, y no hay razón para seguir fingiendo. Luego, sin tapujos, confiesa que María sabe perfectamente que él no la ama, y que ya no piensa seguir con la farsa.
Damián escucha, asiente, y lanza una sentencia que hiela la sangre: María no está enamorada, solo busca asegurar su lugar bajo ese techo, porque sabe que no tiene otro destino. Pero lo más grave no es eso. Lo peor, según Damián, es que hay una espía entre ellos. Una mujer que manipula cada acción de Julia para su propio beneficio. La memoria se activa: el aborto voluntario, la muerte de Víctor, tantas cosas que encubrieron por ella… ¿Y así les paga? Traicionándolos desde adentro.
Andrés arde en deseos de actuar de inmediato, pero Damián lo detiene. Le promete que se encargará de María y de Pedro. Incluso si eso significa seguir adelante con su compromiso con Digna, a pesar del peligro que representa. Andrés se sorprende, pero no retrocede. Por primera vez en mucho tiempo, le asegura a su padre que estará a su lado sin reservas.
Más tarde, en un rincón más íntimo, Andrés le revela a Begoña la verdad: aunque no hay pruebas directas, todo indica que don Pedro movió sus influencias para frenar la nulidad matrimonial. Begoña se enfurece. ¿Por qué se mete en algo tan personal? Andrés le explica que María lo ha comprado con su voto, y que seguirá haciéndolo. Es un acuerdo de conveniencia, una venta del alma sin miramientos.
Las palabras de Andrés calan hondo. Begoña no puede creer que María se haya vendido tan rápido. Él asiente, y añade que ahora María se siente con derecho a todo, incluso a Julia. Eso, para Begoña, es lo más bajo: utilizar algo tan íntimo y puro por puro interés. Aunque las sospechas se han confirmado, ella no se rinde. Le recuerda a Andrés’s que no pueden dejarse aplastar, que María se está quedando sola. El tiempo, dice ella, pondrá a cada uno en su sitio.
Pero la calma dura poco. Andrés se cruza con María y ella, con su voz melosa y un aire de falsa naturalidad, le dice que quiere llevar a Julia a la fábrica. Quiere que conozca el negocio familiar, que se empape de lo que será su legado. Andrés, escéptico, pregunta para qué realmente. María responde que le ha contado a Julia sobre sus acciones y que le haría ilusión verla interesada por la empresa.
Andrés, ya sin paciencia, lanza una daga envuelta en ironía: seguro que también quiere enseñarle el despacho de su amigo don Pedro, para que le explique los acuerdos que tanto le convienen. Le reprocha, sin rodeos, haberse vendido, haber votado a favor de Pedro solo por ambición.
María intenta defenderse, alegando que actuó según su conciencia. Pero Andrés, con el rostro desencajado, le espeta que ella no sabe lo que es tener conciencia. María, herida en su orgullo, lo acusa de traidor. Pero él no se detiene. Le grita que no la ama, que no quiere seguir fingiendo, que la repudia por haber acudido a don Pedro para evitar la nulidad. María lo niega, pero al verse acorralada, lanza su última carta con una frialdad que hiela el alma: “Sientas lo que sientas, seguirás casado conmigo”.
Esa frase, seca y definitiva, es como un disparo. Andrés la mira con rabia contenida. Ya no hay dudas: María no quiere compartir la vida, quiere controlarla. Él lo sabe. Y ella, sin vergüenza, le dice que solo busca lo mejor para él y para-Julia. Que se acostumbre, porque no piensa irse.
En la penumbra de esa casa dividida, padre e hijo se estrechan en una promesa silenciosa: acabar con la alianza más peligrosa que han enfrentado jamás. Don Pedro y María se creen intocables, pero Damián y Andrés están decididos a desmontar su imperio de manipulación. Porque esta vez no se trata solo de orgullo o de poder. Se trata de justicia. Y están dispuestos a llegar hasta el final.
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