El episodio 325 de Sueños de Libertad comienza en una atmósfera desoladora: una habitación de hospital en la que María, atrapada en su propia angustia, permanece postrada en la cama. Frente a ella, una bandeja de desayuno intacta. Su mirada se pierde en el vacío, hasta que se fija en el tenedor, como si ese objeto pudiera ofrecerle una respuesta. Con un gesto cargado de desesperación, lo clava en su pierna. Nada. Ni un reflejo. Ni una señal de dolor. Absolutamente nada. Su rostro se contrae en frustración: no siente las piernas.

El silencio se rompe cuando Gema entra en la habitación, intentando fingir una serenidad que no siente. Se esfuerza por sonreír, pero sus ojos delatan preocupación. María, sumida en el sarcasmo y la tristeza, la recibe con una frase hiriente: “Estupendamente. ¿Qué podría ser mejor que pasar el día acostada en una cama? Bueno, salvo por el pequeño detalle de que no puedo dar ni un solo paso”.

Gema intenta consolarla, pero María la interrumpe con una dureza devastadora: “No necesito tu lástima. Puedes irte por donde viniste. Tú y yo ya no somos amigas”. La tensión crece. Gema intenta explicar que no está allí por compromiso, sino porque le importa, pero María, dolida y llena de rabia, no está dispuesta a escuchar. “Tú qué vas a saber de lo que estoy viviendo…”, le grita.

La conversación se corta abruptamente con la llegada de la doctora Luz. María se esfuerza por calmarse y pregunta de inmediato: “¿Ya vinieron los especialistas? ¿Qué dijeron?”. La expresión de la doctora es grave. Gema, incómoda, se aparta para dejar espacio, pero no se va del todo. Se queda escuchando desde la puerta, como si presintiera que algo terrible está a punto de decirse.

“María”, comienza Luz con cautela, “las lesiones son más graves de lo que esperábamos. Los especialistas coinciden: es muy poco probable, casi imposible, que puedas recuperar la movilidad o la sensibilidad de las piernas”.

El mundo se detiene para María. Niega con la cabeza, se agarra a la esperanza desesperadamente. Pregunta por tratamientos, operaciones, cualquier cosa. Pero Luz, con tristeza, le explica que una intervención sería inútil, y además, extremadamente peligrosa para su vida.

Lo que sigue es un estallido de dolor. María lanza la bandeja, los vasos, las sábanas… todo lo que tiene a mano. Un torbellino de rabia y desesperación se apodera de ella. Gema regresa corriendo, y sin pensarlo, la abraza con fuerza mientras María llora desconsoladamente sobre su hombro.

Mientras tanto, en la casa de los Reina, Luz se presenta con el rostro sombrío. Andrés y Begoña la reciben con ansiedad. “¿Cómo está María?”, pregunta Andrés, tembloroso. La doctora no se anda con rodeos: “La columna está muy dañada. Todo indica que no podrá volver a caminar”. Andrés queda devastado. Siente el peso de la culpa caerle encima como una losa. “Dios mío… le he arruinado la vida”, murmura. Begoña intenta consolarlo, pero Andrés no quiere escuchar. Se marcha a toda prisa, dejándola sola con Luz, quien le dice con dulzura: “María no será la única que necesitará tiempo para sanar”.

Al otro lado de la ciudad, Raúl le confiesa a Claudia que planea visitar a María. Está decidido, y cuando Manuela intenta disuadirlo, le responde con firmeza: “Si no voy, no podré mirarme al espejo”. Pero Manuela le da la estocada final: “La doctora Borrey acaba de regresar del hospital. Dice que María no volverá a caminar”. Raúl queda paralizado. Con el alma hecha trizas, se encamina al hospital con un ramo de flores en la mano.

En la habitación, Gema se despide de María justo cuando Raúl entra. “Hola, Raúl. Pasa. De hecho, ya me iba”, le dice Gema, dejando a los dos a solas. Raúl deja el ramo en una mesa cercana. “Voy a poner las flores en ese jarrón”, dice torpemente. “Ponlas donde quieras”, responde María sin siquiera mirarlo. “¿Qué haces aquí?”

“Necesitaba verte”, le dice él con honestidad. “Y más aún después de enterarme por Manuela de que no vas a volver a caminar”. María lo mira con frialdad. “Me das pena. Puedes irte. No te necesito”.

Pero Raúl no se rinde. Con voz quebrada, le asegura que no está allí por lástima, sino porque le importa. Más de lo que ella imagina. “Yo sí voy a estar contigo. No como tu marido, que debería estar aquí y ni siquiera aparece”.

Ahí, las barreras de María se agrietan. La mención de Andrés despierta en ella una furia contenida. “Me da igual dónde esté. Soy la última que quiere verlo… Ayer quiso echarme de la casa”, confiesa con voz rota. “Si estoy en esta cama, es por su culpa”.

Raúl no puede creer lo que escucha. María revela que Andrés, fuera de sí, la arrinconó en las escaleras, la insultó, y en medio del forcejeo, ella cayó. No fue un accidente. No fue una caída. Fue un empujón.

El silencio de María confirma todo. Raúl, enfurecido, promete: “Ese desgraciado va a pagar por lo que te hizo”. María le ruega que no haga nada. “Son muy poderosos… Ni siquiera yo puedo enfrentarlos”. Raúl, impotente, le dice que lo siente. Que debió acompañarla desde siempre, incluso hasta Madrid si hacía falta. “No te castigues”, le dice ella en voz baja. “Ya da igual”.

Pero para Raúl no da igual. Se acerca, le da un beso en la mejilla. “Gracias por venir”, dice María al fin, con una mezcla de ternura y resignación. “Y gracias por las flores”.

Así concluye el capítulo 325, con una María devastada, una verdad desgarradora al descubierto, y el inicio de una tormenta que promete cambiarlo todo. La esperanza parece lejana, pero el amor, aunque herido, se niega a desaparecer.