La marquesa Cruz Ezquerdo pensaba que su historia había terminado entre rejas, aplastada por la culpa, el escarnio público y el desprecio de su hijo. Pero lo que parecía una condena sellada por la justicia se desmorona con la llegada inesperada de una carta anónima, un susurro entre las sombras que pone en duda todo el proceso judicial que la llevó a prisión.
El sargento Burdina, a punto de cerrar el informe definitivo contra Cruz, recibe el sobre sin remitente. En él, no hay pruebas físicas, sino algo más poderoso: una acusación precisa, anónima, que insinúa que Cruz fue usada como chivo expiatorio y que las pruebas contra ella fueron manipuladas por manos internas, por aquellos que decían servir a La Promesa. La amenaza de consecuencias jurídicas y sociales irreversibles hace dudar incluso al hombre más estricto con la ley.
Esa misma tarde, las puertas de la celda de Cruz se abren. Sale con dignidad, sin rastro de derrota en su rostro. Aunque demacrada, su andar es firme, su mirada desafiante. El sargento la advierte: “Esto no significa libertad. Esto es solo una suspensión mientras se reabre el caso.” Ella responde con altivez: “Cuando la verdad salga a la luz, será usted quien me pida disculpas.” Su determinación resuena como un presagio.
Al llegar al palacio de La Promesa, el silencio cae como una losa. Los criados se paralizan, los cuchicheos se apagan. Petra deja caer un cuenco de papas peladas. Catalina, confundida, protege a sus hijos. Pero el más afectado es Manuel, quien al ver a su madre, la enfrenta con rabia contenida. “Tú estabas presa por lo de Yana. ¿Cómo es que estás aquí?” —le grita, con el dolor de quien aún llora a un hijo no nacido.
Cruz intenta acercarse, suplicante, llena de lágrimas: “Manuel, yo jamás le habría hecho daño a una mujer embarazada. Jamás habría puesto en riesgo a mi nieto.” Pero él retrocede, su voz quebrada por la ira: “Me quitaste todo. Te odio.” Sus palabras son un golpe más duro que el encierro. Cruz se queda sola, de pie, en medio del patio, con los brazos caídos y el alma en ruinas. La verdadera cárcel ahora habita dentro de ella.
Al amanecer, el ambiente en el palacio es tenso. Alonso se encierra en su despacho, incapaz de aceptar que los engranajes de su casa liberaron a quien creía culpable. Los criados cuchichean, las paredes parecen oír. Cruz, enfrentada a un palacio que ya no la reconoce, se planta frente al espejo. Su mirada se endurece. No puede rendirse. Aún no. Acomoda su cabello, ajusta su chal, respira hondo… y decide luchar.
Mientras tanto, una revelación sacude los cimientos de La Promesa. Rómulo, siempre leal hasta la muerte, rompe su silencio. Revela ante todos que Cruz no fue culpable, que todo fue una conspiración orquestada desde dentro. Y cuando Yana, supuestamente muerta, regresa viva, el escándalo alcanza niveles insospechados. Su aparición como un espectro del pasado reabre todas las heridas, todas las verdades enterradas. Las miradas se vuelven hacia Lorenzo y Leocadia, ahora desenmascarados.
No hay marcha atrás. La verdad se abre paso con furia, arrasando lealtades y pactos secretos. El palacio entero arde de traición, justicia y venganza.
¿Podrá Cruz recuperar a su hijo? ¿Podrá curar una herida tan profunda? ¿O será el precio de la redención demasiado alto? Lo único cierto es que nada volverá a ser igual. La Promesa ha cambiado para siempre… y todos deberán pagar el precio de sus pecados.
El episodio más esperado ha comenzado. Nadie saldrá ileso.
Una traición final, una verdad resucitada y una promesa que no se olvida.
Así comienza el nuevo capítulo de La Promesa.