Una conversación cargada de emociones contenidas y verdades a punto de estallar da inicio a una escena profundamente reveladora entre Cristina y su madre. La tensión es palpable desde el primer momento en que se encuentran. La madre, visiblemente desconcertada, llega con la idea de que su hija ha decidido regresar a Madrid con ella, imaginando que su presencia había sido requerida para ayudar a empacar y preparar la vuelta a casa. Pero rápidamente comprende que no es así.

Cristina la detiene, no con explicaciones, sino con una muestra: un frasco de perfume. Le pide que lo huela, que lo experimente, pero su madre se niega. No está para juegos ni demostraciones aromáticas. Insiste en saber qué sucede realmente, por qué ha sido llamada con tanta urgencia si no era para lo que creía. La tensión escala cuando Cristina titubea al responder.

Entonces la madre, con un tono entre la ansiedad y la frustración, le lanza una pregunta directa: “¿Has cambiado de opinión?”. La joven no responde de inmediato. El silencio se alarga y se llena de significados. Finalmente, Cristina admite estar confundida. Le duele sentirse dividida entre lo que verdaderamente desea y lo que su madre espera de ella. Sus palabras abren una grieta: no es que no quiera volver, es que por primera vez en mucho tiempo está empezando a descubrir lo que realmente quiere.

El conflicto se hace más profundo cuando admite que su trabajo en el laboratorio ha superado todas sus expectativas. Es más que un empleo: es su vocación, su verdadera pasión. Si lo dejara ahora, siente que se arrepentiría el resto de su vida. Su madre, intentando convencerla, le recuerda que en Madrid también hay oportunidades, que podría formarse, trabajar de lo que quiera, e incluso pensar en formar una familia.

Pero ahí Cristina da en el clavo. Justamente eso —el futuro idealizado que su madre proyecta— es lo que no está en sus planes inmediatos. Ni el matrimonio, ni los hijos, ni la vida estructurada que se espera de ella. Su felicidad, al menos ahora, se encuentra en ese laboratorio. Cada día allí la hace sentir plena, útil y auténtica.

Su madre, dolida y confusa, no puede evitar pensar que hay otra razón detrás de esta decisión. Sugiere que Irene —la figura enigmática que ha marcado tanto la historia de Cristina— podría tener algo que ver. Cristina lo niega de inmediato. Asegura que no ha hablado con Irene, que no ha sido influenciada por ella. Pero su madre insiste: ahora que conoce la verdad sobre Irene, ¿no siente la necesidad de acercarse a ella? ¿No será ese el verdadero motivo por el cual no quiere volver a casa?

En ese momento, se revela una herida profunda: la de una madre que siente que su hija la está abandonando, que ha luchado por criarla y protegerla, solo para verla elegir un camino que se aleja de lo que soñó para ella. Le reprocha que, así como no le debe nada a Irene —la mujer que la trajo al mundo y luego desapareció—, tampoco parece deberles nada a sus padres adoptivos. Cristina intenta tranquilizarla. Le dice que siempre serán sus padres, que nunca los reemplazará. Pero su decisión de quedarse no tiene nada que ver con Irene. Es el laboratorio lo que la retiene.

Sin embargo, a los ojos de su madre, esa respuesta no es suficiente. Siente que la familia no basta, que su vínculo se está desmoronando ante un lugar que apenas conocen, ante una pasión que no comparten. Las palabras que se cruzan entre ellas son como espinas: cada una intenta defender lo que ama, pero al hacerlo, hieren sin querer.

Finalmente, Cristina ya no puede seguir. Su voz tiembla, pero es firme. “Ya está todo dicho”, sentencia. Su decisión está tomada. No habrá marcha atrás. El silencio que sigue es tan pesado como una despedida. No hace falta más diálogo. La música envuelve la escena, cargada de emoción, mientras ambas mujeres quedan sumidas en sus pensamientos, conscientes de que, desde ese momento, algo ha cambiado para siempre entre ellas.

Este capítulo no solo marca un punto de inflexión en la historia de Cristina, sino también en su relación con su madre. Es un episodio que habla de crecimiento, de rupturas necesarias, y de la dolorosa belleza de elegir el propio camino. Mientras las emociones se agitan en el corazón de madre e hija, los espectadores sienten en carne propia ese conflicto tan universal: el de querer ser fiel a uno mismo sin traicionar a quienes amamos. Y en esa batalla íntima, Cristina ha dado un paso valiente. ¿Será el definitivo? ¿Podrá reconstruir los puentes después de haber elegido su destino? Todo queda en suspenso, como una nota que vibra en el aire, esperando su resolución.