Joaquín recibe una visita inesperada en su despacho. Es un familiar cercano —su tío— que, con tono sereno pero firme, le asegura que no le robará mucho tiempo. La conversación comienza con una cortesía superficial:
—¿Qué, cómo va todo?
—Bien, tío. Va bien. ¿De qué quería hablarme?
Sin rodeos, el tío confiesa que ha pasado una noche en vela, dándole vueltas a la cabeza sobre cómo ha cambiado todo tan rápidamente, tanto en la familia como en la empresa. Las transformaciones han sido drásticas. Joaquín asiente, consciente de que los tiempos recientes han sido todo menos normales.
—Y también he estado pensando en ti… y en la relación que durante tantos años tuviste con Jesús.
Joaquín, incómodo, corta de inmediato. Esa etapa para él está superada, o al menos eso intenta aparentar.
—Eso ya es agua pasada.
—Lo supongo, y entiendo que no debe ser agradable recordar ciertas cosas… Pero necesito hablar de Jesús.
—¿Por qué me habla de Jesús? —pregunta Joaquín, con el ceño fruncido.
El tío le pide que se siente. Lo que va a decir no es ligero. Entonces suelta una bomba:
—Estoy convencido de que Jesús no se suicidó, diga lo que diga la Guardia Civil.
Joaquín, incrédulo, se estremece. Su reacción es instantánea:
—No le entiendo, tío…
El tío explica que recientemente estuvo el sargento Pontón en la empresa, interrogando y revisando todo una vez más. Las autoridades, una vez más, concluyeron lo mismo: que Jesús se quitó la vida. Pero él no lo cree. Para él, a Jesús lo mataron.
—¿Y de dónde saca eso? —pregunta Joaquín, cada vez más tenso.
Su tío revela que ha estado investigando por su cuenta. Durante esa investigación descubrió que Jesús había encontrado pruebas de un complot interno para desestabilizar la empresa. Había una figura clave: un empleado llamado Gorriz. Este hombre fue manipulado para generar conflicto interno, alborotar a los trabajadores y hacerlos creer mentiras sobre Joaquín, como que había subido su propio sueldo mientras proponía reducir el de todos los demás para salvar un proyecto importante: el del balneario.
—Ese tal Gorriz —continúa el tío— no tenía ninguna intención de denunciar una injusticia real. Fue pagado para sembrar caos.
Y no está hablando al aire. Afirma tener pruebas: entre los papeles personales de Jesús apareció un giro bancario que Gorriz envió a su hermana, una suma imposible de justificar con su sueldo. Cuando fue confrontado, se excusó diciendo que lo ganó en el juego… y desapareció. Esa repentina huida no hace más que aumentar las sospechas.
Joaquín lo escucha, dividido entre el desconcierto y el rechazo.
—¿Y quién quería sabotear la empresa así? —pregunta, cada vez más alterado.
La respuesta tarda en llegar. Su tío duda, pero luego lanza un nombre que lo paraliza: Pedro Carpena.
—¿Qué dice, tío? Eso es absurdo… ¡El marido de mi madre! —exclama Joaquín, casi con furia.
Pero su tío no cede. Cree firmemente que Pedro Carpena, movido por la ambición, urdió todo para apartar a Joaquín de la dirección. Según él, Jesús descubrió ese plan y, por eso, fue eliminado. No se trató de un suicidio. Fue un encubrimiento, y Pedro fue el principal beneficiado.
—Eso no es verdad. Don Pedro siempre me ha apoyado. Es más, me prometió que recuperaría la dirección en un año.
—Pues ya puedes esperar sentado —responde el tío con frialdad—. Porque eso no va a suceder.
Joaquín, con los ojos inyectados de frustración, responde que todo eso suena a una venganza personal. Un ataque motivado por el rencor que su tío siente hacia Pedro, no por hechos reales.
—Yo no voy a entrar en su juego.
Pero su tío no se retracta. Le pide que piense, que recapacite. Que se pregunte quién se benefició realmente de todo lo que ocurrió con Gorriz, con la empresa, con la caída de Jesús… con su salida como director.
—Piénsalo con calma, Joaquín. Y te convencerás de que lo que digo es cierto.
Pero Joaquín se pone de pie. Ya no quiere escuchar más. Está dolido, enojado, confundido. Le pide que se retire.
—Váyase de mi despacho, por favor.
El tío sale sin más, dejando sus palabras flotando como una sombra.
Tiempo después, Joaquín se encuentra solo. El cansancio y la tensión acumulada hacen que, sin darse cuenta, se quede dormido en el sillón de su oficina. Alguien entra, lo sacude suavemente.
—¿Joaquín? ¿Estás bien? ¿Te has quedado dormido?
Joaquín abre los ojos, desorientado. La conversación con su tío sigue resonando en su mente. Todo lo que escuchó… ¿fue un delirio? ¿O la verdad que no ha querido aceptar?