En los albores de un nuevo y crucial capítulo de “La Promesa”, la oscuridad tejida por Lorenzo y Leocadia se cierne con una intensidad palpable sobre Eugenia, cuyo destino pende de un hilo. Los pérfidos planes de la pareja, urdidos con la frialdad calculadora de quienes ansían deshacerse de un obstáculo a cualquier precio, parecen estar a punto de materializarse. Eugenia, víctima de una manipulación insidiosa, comienza a perder el control de su mente con una frecuencia alarmante, presa de alucinaciones cada vez más vívidas y aterradoras, especialmente después de que el taimado Lorenzo saboteara su terapia de masaje con sustancias peligrosas y desestabilizantes.
Desafortunadamente, los efectos tóxicos de este sabotaje no tardarán en manifestarse con una crueldad inusitada. Eugenia, sintiendo cómo su cordura se desvanece entre sombras amenazantes y voces fantasmales, sufrirá una crisis de una gravedad extrema, una espiral descendente hacia la locura que sus manipuladores interpretarán como la justificación perfecta para su internamiento forzoso en un sanatorio, lejos de miradas indiscretas y de cualquier posible ayuda. El plan artero de Lorenzo y Leocadia parece desarrollarse no solo conforme a lo previsto, sino incluso superando sus más oscuras expectativas. Lo que inicialmente se concibió como una lenta y gradual manipulación psicológica a largo plazo, muestra sus devastadores efectos en cuestión de horas, sorprendiendo incluso a los propios villanos, quienes intercambiarán miradas cargadas de una satisfacción discreta, la sonrisa sombría de quienes observan una pieza caer en el tablero sin siquiera tener que mover un dedo.
La noche anterior a la crisis, Lorenzo, revistiendo su máscara de esposo servicial y preocupado, se deslizará sigilosamente en los aposentos de Eugenia. Ella, debilitada física y mentalmente, permitirá que él se acerque sin resistencia, agotada por la soledad opresiva y la creciente tensión que desde hace días consumía su mente como una llama silenciosa. Sentado al borde de la cama, tomará delicadamente sus pies entre sus manos frías, comenzando a masajearlos con los aceites esenciales que Leocadia habrá preparado con una meticulosidad siniestra. El aroma dulzón y envolvente de los aceites, que en una primera impresión parecerá reconfortante y relajante, ocultará en su composición discretos elementos naturales que, manipulados con precisión y aplicados en las dosis adecuadas, tendrán el poder de exacerbar sus delirios y desencadenar crisis psicóticas devastadoras.
Eugenia cerrará los ojos, entregándose a ese falso cariño en su estado de vulnerabilidad, mientras Lorenzo, con manos firmes y un corazón helado, esparcirá el aceite tóxico sobre su piel pálida, siguiendo el ritual con una tranquilidad que rozará la crueldad más abyecta. “¿Necesitas relajarte? Estás tan tensa últimamente…”, susurrará él, inclinándose hasta que su voz, cargada de una rabia contenida disfrazada de preocupación, rozará su oído. Eugenia simplemente asentirá, dejándose llevar por el calor ilusorio de ese masaje, por esa aparente paz que en breve se transformará en un tormento sin precedentes, en una pesadilla despierta de la que no podrá escapar.
A la mañana siguiente, antes incluso de que el sol alcance su cenit y la luz inunde los salones de La Promesa, los primeros signos de la crisis comenzarán a manifestarse con una violencia aterradora. Eugenia despertará sobresaltada, sintiendo su corazón latir desbocado en su pecho como un tambor enloquecido, sus ojos abiertos de par en par, pupilas dilatadas por el terror, y sus manos aferradas con fuerza a las sábanas arrugadas. La luz que se filtrará por las rendijas de la ventana parecerá doblarse y retorcerse ante sus ojos, transformándose en sombras monstruosas que se arrastrarán hacia ella desde los rincones oscuros de la habitación, mientras voces indistintas resonarán en su mente atormentada, susurros incomprensibles que alimentarán su creciente angustia. “No… no…”, murmurará llevándose las manos a la cabeza con desesperación, como si quisiera alejar físicamente esas imágenes grotescas que asaltaban su mente.
Será entonces cuando, en medio de su confusión y terror, la figura espectral de Cruz aparecerá ante ella, no la Cruz débil y humillada de sus últimos recuerdos, sino la Cruz de años atrás, altiva, elegante, poderosa, con esa mirada gélida y penetrante que era capaz de hacerla temblar incluso en los días más cálidos del verano. “Nunca serás lo suficientemente fuerte, Eugenia. Siempre una carga…”, susurrará la visión acercándose como un fantasma salido de sus peores pesadillas. Eugenia gritará de horror, arrojando un cojín hacia la figura fantasmal, pero al hacerlo se dará cuenta con creciente desesperación de que no habrá nada allí, solo el vacío frío y el eco desgarrador de su propia desesperación resonando en el silencio opresivo de la habitación. “¡No! ¡Déjame en paz!”, balbuceará con la mirada perdida, tambaleándose hasta el tocador, apoyándose jadeante en la fría madera pulida, intentando aferrarse desesperadamente a algún resquicio de lucidez que se desvanecía rápidamente.
Pero la tormenta desatada en su mente no se detendrá. Ahora será la imagen espectral de Hann la que aparecerá parada junto a la cama, con esa mirada serena pero llena de una tristeza profunda e inescrutable. “Me fallaste”, dirá el espectro con una voz apagada y lejana que resonará en lo más profundo de su alma atormentada. “Dejaste que me llevaran.”
Eugenia caerá de rodillas al suelo con las manos aferradas a su cabeza, gritando de dolor y desesperación. “¡No! ¡No podía hacer nada! Yo… yo lo intenté. ¡Te juro que lo intenté!” La puerta de la habitación se abrirá rápidamente y Alonso, alertado por los gritos desgarradores de su hermana, entrará apresuradamente en la habitación, encontrando a Eugenia en un estado de completo colapso, arrodillada en el suelo, su cabello despeinado y sus ojos fijos en un punto vacío, perdidos en un abismo de terror. “¿Eugenia, qué está pasando?”, preguntará Alonso, corriendo hacia ella con el corazón encogido por la angustia e intentando levantarla con suavidad. Pero al verlo, Eugenia soltará un alarido de puro terror, apartándolo con fuerza, su mirada llena de un odio irracional. “¡No me toques!” Alonso retrocederá atónito, su rostro reflejando la confusión y el dolor ante el rechazo de su hermana, mientras ella proseguirá con una voz tomada por una rabia histérica, acusándolo con vehemencia. “Tú… tú eres el culpable de todo esto. Siempre permitiste que todos entraran, invadieran, hirieran… nunca pusiste límites. ¡Esta casa, esta casa se convirtió en una cárcel por tu culpa!”
“Eugenia, por el amor de Dios…”, Alonso intentará en vano hacerla recuperar el sentido, pero ella estará ya demasiado sumergida en la confusión de sus delirios, en la pesadilla que Lorenzo y Leocadia habían orquestado tan cruelmente. En ese preciso momento, Curro, atraído por el creciente alboroto, entrará apresuradamente en la habitación, su rostro reflejando una profunda preocupación. “Madre, ¿qué está pasando?”, llamará, acercándose rápidamente a ella, arrodillándose a su lado y tratando de sujetar sus manos temblorosas. Pero Eugenia lo mirará con una expresión llena de desprecio y una confusión desgarradora. “Tú… tú también eres mi hijo, no un bastardo inútil, como dicen. Ellos son culpables. Tú también lo eres. ¡Por tu culpa, Hann se fue!” Curro se quedará paralizado, las palabras de su madre perforando su pecho como cuchillas afiladas, el dolor reflejado en sus ojos llenos de lágrimas. “Mamá, por favor, soy yo, Curro”, insistirá con la voz quebrada por la angustia. Pero Eugenia, completamente trastornada, se levantará de un salto, apartándolo violentamente con una fuerza sorprendente y continuará gritando, señalándolo con el dedo acusador. “¡Fuera! ¡Fuera de aquí! No quiero volver a verte la cara, traidor, bastardo.” Curro se quedará allí arrodillado, en estado de shock, con el corazón hecho pedazos por el rechazo de su madre, mientras Alonso intentará contener a su cuñada, que ahora caminará de un lado a otro de la habitación, tirándose de los cabellos con desesperación, llorando y murmurando palabras inconexas, mezclando nombres, fechas y recuerdos fragmentados en un torrente de dolor. “Cruz… Hana… Dolores… Alonso… traición… disparo… dolor…”, repetirá como un disco rayado, mientras las lágrimas se deslizarán sin cesar por su rostro pálido y demacrado.
En el pasillo contiguo, escondidos tras la puerta entreabierta, Leocadia y Lorenzo observarán la desgarradora escena con un brillo de satisfacción sádica en sus ojos fríos. Leocadia se inclinará discretamente hacia Lorenzo y le susurrará con una voz apenas audible pero cargada de triunfo: “Perfecto, mucho más rápido de lo que imaginábamos.” Lorenzo, con una sonrisa de medio lado que revela su cruel complacencia, responderá con un tono igualmente bajo y venenoso: “Ella ya no sabe quién es ni quiénes somos. Pronto creerán que está completamente loca y entonces será cuestión de tiempo hasta que la internen de nuevo.” Leocadia completará la frase con ese tono frío y calculador que solo ella sabe usar a la perfección: “Y nos libraremos de ella de una vez por todas.” Mientras dentro de la habitación Eugenia se hunde cada vez más en los laberintos oscuros de sus delirios, acusando a quienes más la aman y luchando contra fantasmas invisibles que solo ella puede ver, los dos conspiradores se alejarán lentamente por el pasillo, con pasos silenciosos y triunfales, dejando atrás el eco de los gritos y las lágrimas, y la certeza escalofriante de que su plan perverso se está cumpliendo más allá de sus más oscuras expectativas.
Sin embargo, su triunfo será efímero. Manuel, observando el rápido y drástico deterioro en el estado de su tía, comenzará a sospechar que todo aquello es demasiado extraño para ser simplemente un brote repentino de locura. El brusco cambio en Eugenia, esa mujer que días atrás parecía tan fuerte y recuperada, ahora sumida en un colapso absoluto, no dejará de atormentar su mente. Decidido a descubrir la verdad que se oculta tras esta repentina tragedia, Manuel decidirá buscar a su tía personalmente. Subirá las escaleras con pasos firmes, ignorando las miradas tensas y evasivas de los criados, quienes ya estarán al tanto de la decisión de Alonso de internar a Eugenia, y entrará en la habitación donde ella estará confinada, custodiada por personal médico dispuesto a llevarla al sanatorio.
Al abrir la puerta, Manuel se encontrará con una escena desgarradora. Eugenia estará acostada en la cama, su mirada perdida fija en el techo, murmurando palabras inconexas, sus brazos abrazados con fuerza a su propio cuerpo, como si intentara protegerse de un enemigo invisible. “Tía…”, la llamará Manuel acercándose lentamente, arrodillándose a su lado con el corazón oprimido por la angustia, intentando encontrar algún resquicio de aquella mujer fuerte y lúcida que siempre admiró. Pero Eugenia se encogerá aún más al sentir su presencia, sus ojos desorbitados por el terror, y comenzará a balbucear palabras ininteligibles. “Ellos… ellos están por todas partes como un cáncer, destruyendo… destruyendo todo lo que tocan…” Manuel fruncirá el ceño, su mano temblará ligeramente al tocar la de su tía con suavidad. “¿Quién, tía? ¿Quién te está haciendo esto?” Y en un breve destello de lucidez en medio del torbellino de sus delirios, Eugenia lo mirará con los ojos llenos de lágrimas y susurrará con una voz apenas audible pero cargada de una verdad escalofriante: “Lorenzo… Leocadia… ellos me están destruyendo… como hicieron con los otros… como siempre hacen…”
La sorpresa y la confusión se apoderarán de Manuel al escuchar esas acusaciones directas y perturbadoras. “¿Tía, de qué hablas? ¿Qué ellos…?” Pero antes de que pueda obtener más respuestas, la mirada de Eugenia se volverá nuevamente perdida, sumergiéndola de nuevo en su pesadilla personal. Sin embargo, esas pocas palabras, ese atisbo de lucidez en medio de la locura, sembrarán una profunda semilla de duda en la mente de Manuel. Comenzará a recordar pequeños detalles, miradas furtivas, comentarios ambiguos de Lorenzo y Leocadia, que hasta ahora habían pasado desapercibidos pero que ahora cobrarán un significado siniestro. La firme determinación de Manuel de proteger a su tía y descubrir la verdad detrás de su repentino colapso lo convertirá en un héroe inesperado, dispuesto a desenmascarar la farsa cruel urdida por los villanos y a castigarlos de la peor forma posible por su vileza. El rescate de Eugenia será solo el comienzo de una confrontación épica que sacudirá los cimientos de La Promesa y expondrá la verdadera naturaleza de Lorenzo y Leocadia ante todos.