Capítulo 647: El retrato de Cruz irrumpe en el palacio y despierta viejas heridas

La finca de La Promesa nunca había estado tan tensa. Como si el aire mismo se negara a moverse, cada rincón del palacio parecía contener la respiración, esperando el desenlace inevitable. Catalina, firme y majestuosa como siempre, ya no estaba dispuesta a callar. Su paciencia se había agotado, y lo que en otra época habrían sido advertencias veladas, ahora se convertían en verdades lapidarias: si no contaba con el respaldo de Alonso, tomaría a sus hijos y se marcharía sin mirar atrás.

Alonso llevaba noches sin dormir. Los ecos de la discusión con su esposa resonaban como martillos en su mente. La conocía demasiado bien. Sabía que no lanzaba amenazas vacías. Catalina era una mujer de acción, de principios férreos, y cuando hablaba con esa mirada gélida, no había espacio para dudas.

La encontró en la galería, contemplando los jardines como si buscara en ellos una respuesta. Su figura, envuelta en un vestido azul profundo, se recortaba contra la luz como la de una reina sitiada. La serenidad aparente de su postura no ocultaba la tormenta que llevaba dentro. Alonso la llamó, pero ella no respondió enseguida. Cuando finalmente se giró, su mirada no transmitía ira. Era algo peor: una decepción serena, demoledora.

Catalina no esperó rodeos. Le exigió a Alonso una posición clara, firme. No más ambigüedades. No más excusas. “¿Has decidido ya?”, le preguntó con tono cortante. Quería saber si seguiría siendo su aliado o su obstáculo. Y más aún, si seguiría siendo su esposo en algo más que en papel.

Él intentó justificar su pasividad. Habló de tradiciones, de familias influyentes, de lo arriesgado que era desafiar a la élite que siempre había dominado los destinos de La Promesa. Pero Catalina, lejos de intimidarse, le devolvió con crudeza una verdad irrebatible: lo que molestaba a esa nobleza caduca no era su administración, sino que fuera una mujer quien tuviera el control. Su inteligencia no era bienvenida en un mundo donde aún se medía el valor por el apellido y la barba.

Más doloroso aún para Catalina que la hostilidad ajena, era la tibieza de Alonso. Él, su compañero de vida, el padre de sus hijos, se mantenía en silencio. No la defendía. No la respaldaba. Y eso ya no lo podía aceptar.

En un susurro cargado de determinación, Catalina dejó claro que no podía seguir así. Si al final del día Alonso no dejaba clara su postura frente a los poderosos que la despreciaban, ella se marcharía. Sin rabia, sin lágrimas, sin un escándalo. Se iría con Adriano y la pequeña, a rehacer su vida lejos de esa finca que tanto había amado pero que no estaba dispuesta a seguir sacrificando por quienes no la valoraban.

La promesa sin Catalina sería como un árbol sin raíces. Alonso lo sabía, y aún así, la duda lo paralizaba. Su abuelo, retratado en la pared, parecía juzgarlo desde el pasado. ¿Sería capaz de hacer lo que Catalina le pedía? ¿O seguiría escondiéndose tras la diplomacia vacía?

Lo que no sabían ambos era que no estaban solos. Adriano, su hijo mayor, había escuchado la conversación desde el pasillo contiguo. Había oído a su madre defender su dignidad con uñas y dientes, y a su padre vacilar una vez más. La decepción lo golpeó como un puñetazo.

Adriano había sido testigo silencioso del desgaste de su madre. Había visto cómo luchaba contra una sociedad hipócrita, cómo ponía todo de sí para mantener en pie a la finca mientras su padre optaba por la neutralidad cómoda. Y en ese momento, el joven tomó una decisión. Ya no sería un mero espectador. Diera quien diera el primer paso, él no se quedaría atrás. Por su madre, por su apellido, por su futuro, actuaría.

Mientras tanto, en los pasillos de abajo, lejos del drama visible en los salones principales, otro conflicto se cocía en silencio. López, antiguo cocinero, había sido degradado injustamente por el nuevo mayordomo, Cristóbal. Su talento en la cocina había sido reemplazado por una librea ridícula y un puesto como lacayo. Un castigo que más que profesional, era personal.

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Acostumbrado a crear magia con ingredientes, López ahora debía limitarse a tareas mecánicas y silenciosas. Las órdenes del nuevo jefe eran claras: su cocina ya no lo necesitaba. Un castigo por haber defendido a sus compañeras. Humillado, desplazado, su primer día como lacayo fue un golpe duro para su orgullo.

Cuando entró al comedor del servicio, el silencio lo envolvió. Nadie sabía cómo reaccionar. Algunos lo miraban con compasión, otros con resignación. Pía, siempre empática, lo miraba con tristeza; Mauro, más pragmático, con una mezcla de lástima y burla. Él bajó la mirada, consciente de que ya no pertenecía al lugar que tanto amaba.

Simona y Candela, desde la cocina, apenas podían contener las lágrimas. Verlo así, apagado, sin brillo, era insoportable. Sabían que no podían quedarse de brazos cruzados. No iban a permitir que Cristóbal destruyera a uno de los suyos. Y aunque aún no tenían un plan, en sus corazones nacía una alianza silenciosa. López debía volver a la cocina. Era su lugar.

A lo largo del día, mientras la finca se mantenía aparentemente en calma, dos tempestades se acumulaban: la de Catalina y su ultimátum, y la de López, desplazado pero no vencido. Ambos sabían que el momento de actuar se acercaba. Que quedarse callados no era opción. Que su dignidad valía más que cualquier cargo o apellido.

 

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