Las heridas del alma no siempre se curan con el tiempo. Y en Sueños de Libertad, este nuevo capítulo nos lo recuerda a través de una conversación cargada de sentimientos encontrados entre María y Pelayo, dos personajes que, a pesar de las circunstancias, han encontrado en su frágil amistad un pequeño refugio contra las tormentas que los rodean.
La tarde cae pesada sobre el pueblo, como si la brisa misma llevara secretos que nadie quiere pronunciar. María y Pelayo se encuentran en la cafetería del pueblo, compartiendo un café que, más que una excusa, parece ser un pequeño instante de tregua en medio de sus respectivas batallas interiores. Pelayo, con ese tono que mezcla la familiaridad con la complicidad, comenta a María que pronto viajará a Madrid para reunirse con el gobernador civil. Con una chispa de humor que apenas logra disfrazar su tristeza, María le pide que, cuando esté allí, envíe saludos de su parte, pero no simplemente como María… sino como la esposa de Andrés de la Reina.
Pelayo sonríe, aceptando la broma, pero sabe que tras esas palabras ligeras hay una carga emocional mucho más profunda. Y es entonces cuando decide compartir con ella lo que considera una buena noticia: el Tribunal Eclesiástico ha denegado la solicitud de nulidad matrimonial presentada por María y Andrés. Legalmente, siguen siendo marido y mujer. Siguen unidos, viviendo bajo el mismo techo.
Pelayo espera, quizás ingenuamente, ver un destello de alegría en los ojos de María. Pero lo que recibe a cambio es una reacción inesperada: María guarda silencio por un instante, y luego, con la voz teñida de melancolía, se pregunta si realmente eso es motivo de celebración. Porque, en el fondo, si la nulidad hubiese sido aprobada, habría tenido una puerta abierta hacia una nueva vida, lejos de Andrés, lejos del dolor.
Y sin embargo, a pesar de todo, María confiesa que su deseo no es huir, sino luchar. Luchar por su matrimonio. Luchar por su familia. Por los recuerdos que alguna vez fueron felices y que aún laten, escondidos bajo capas de resentimiento y decepción. No busca una huida cobarde, sino una reconstrucción, aunque la empresa parezca imposible.
Pelayo la escucha, atento. No la interrumpe. Hay en su mirada algo más que comprensión: hay tristeza, admiración y también una profunda preocupación. Después de un momento de silencio, Pelayo le dice con sinceridad que, aunque no han compartido muchas confidencias en el pasado, él cree, de todo corazón, que María es una buena mujer. No perfecta, no inmaculada, pero buena de verdad. De esas que no merecen cargar con el peso de la infelicidad, de esas que no deberían ser la comidilla ni el entretenimiento cruel de quienes disfrutan viendo a otros caer.
“Me duele ver sufrir a la gente que quiero”, le confiesa Pelayo, con una honestidad brutal. “Y aún más, ver cómo algunos se alegran de la desgracia ajena”.
Palabras que golpean a María en lo más hondo.
La atmósfera entre ellos cambia. Hay una intimidad nueva, tejida no de romance, sino de respeto mutuo, de esa solidaridad silenciosa que surge entre quienes reconocen en el otro un alma herida.
Es en ese instante cuando aparece Andrés. La figura de su esposo interrumpe el momento frágil que compartían. María se pone en pie de inmediato, como dictan las buenas costumbres, y lo saluda con cortesía, pero también con una frialdad imposible de disimular. Andrés responde con igual formalidad. Sus miradas apenas se sostienen; lo que una vez fue amor ahora parece una pesada formalidad.
Pelayo observa la escena en silencio, consciente de que, a pesar de la decisión del Tribunal, las heridas entre María y Andrés siguen abiertas. Que el verdadero reto no está en un papel firmado por la Iglesia, sino en el abismo que ha crecido entre ellos.
María permanece de pie, contemplando a Andrés mientras él se pierde en sus propios pensamientos. ¿Podrán alguna vez reconstruir lo que el dolor y la desconfianza han derrumbado? ¿O están condenados a vivir juntos como extraños, bajo el mismo techo, atrapados en un matrimonio que es más un castigo que un consuelo?
Mientras el reloj marca el paso de una tarde que ya se siente eterna, María no puede evitar preguntarse, con un nudo en la garganta: “Pelayo, ¿tú crees que soy una buena mujer?”
Una pregunta lanzada al aire, pero que contiene todo el peso de sus dudas, sus culpas y sus esperanzas.
Pelayo no necesita responder en voz alta. Su mirada basta: una mirada limpia, sin juicio, que le ofrece a María el único refugio posible en ese momento. Porque a veces, en medio de las derrotas cotidianas, basta con que alguien crea en nosotros para no rendirse.
Así avanza la historia en Sueños de Libertad, entre promesas rotas, silencios que gritan más que las palabras, y esa eterna búsqueda de un poco de paz en medio de tanto dolor.
¿Será María capaz de encontrar en su interior la fuerza para salvar su matrimonio? ¿O descubrirá que, a veces, el verdadero acto de amor es dejar ir?
El viento sopla fuerte en las calles del pueblo, como presagio de los nuevos desafíos que se avecinan. Nada está escrito aún. Y en Sueños de Libertad, cada elección puede cambiarlo todo.
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