En este capítulo, Don Pedro pone en marcha una estrategia sutil pero calculada para ganarse nuevamente la confianza de Joaquín. Aunque sus movimientos parecen impecables, podrían terminar revelando más de lo que aparentan… o quizá no. A la par, Andrés enfrenta las consecuencias emocionales de sus decisiones, decisiones que pueden costarle para siempre al amor de su vida.

La historia comienza en la dirección de la fábrica. Joaquín entra con una mezcla de tensión y cautela. Don Pedro lo recibe con una sonrisa cuidadosamente ensayada, agradeciéndole por el regalo del coñac. Joaquín, aunque cordial, mantiene cierta distancia. Como gesto recíproco, Don Pedro le entrega una elegante caja de habanos.

—No fumo —responde Joaquín, algo desconcertado.
—Lo sé. No son para ti. Son para repartir durante la cena del círculo de empresarios —aclara Don Pedro—. Te vendrán bien para acercarte a los hombres clave del sector.

Joaquín frunce el ceño: ni siquiera ha sido invitado a esa cena.
Pero Don Pedro ya lo ha previsto: la invitación está a su nombre, sí, pero él desea que sea Joaquín quien asista. Añade que, aunque ahora él sea el director, esa no será una situación permanente, insinuando que Joaquín pronto retomará el cargo. Joaquín agradece el gesto, algo sorprendido, y menciona que a Gema seguramente le encantará la idea. Don Pedro aprovecha para hacer una observación cargada de segundas intenciones: “A las mujeres les fascinan estas cosas, incluso más que a nosotros.”

Pero la conversación da un giro. Joaquín cambia el tono y le advierte que tanto Andrés como Damián están decididos a localizar a Gorriz, a quien creen clave en el caso de la muerte de Jesús. Y esa clave, según ellos, apunta directamente hacia Don Pedro.

Don Pedro permanece impasible. Asegura estar informado de todo y afirma que Damián no ha superado ni su pérdida de influencia ni el hecho de que él ahora esté casado con Digna. Según él, todo se trata de resentimientos personales. Agrega que Gorriz apareció hace poco para pedirle que lo readmitiera en la fábrica, y él se negó.

—¿Dónde ocurrió esa conversación? —pregunta Joaquín, desconfiado.
—Desde luego, no fue aquí. Habría sido una falta de respeto contigo y con Tasio —responde Don Pedro con firmeza.

La conversación se interrumpe con la entrada de Digna. Don Pedro le informa que ha decidido que Joaquín asistirá en su lugar a la cena empresarial. Digna, aliviada, se muestra conforme. Joaquín, con sonrisa medida, reafirma que debe continuar construyendo su red de contactos, dado que pronto podría retomar la dirección de la empresa. Digna, encantada, celebra la armonía aparente entre ambos, aunque bajo esas palabras cordiales se oculta una pregunta crucial:

¿Está Don Pedro diciendo la verdad o todo forma parte de un plan para apaciguar las sospechas?

Mientras tanto, en la casa de los Reina, Begoña llega junto a Julia tras una salida al cine. La niña, emocionada, proclama que ha sido el mejor día de su vida. Begoña le pide que baje la voz por si los demás ya están dormidos, pero Julia, observadora, señala que hay luz en la galería.

Andrés aparece desde allí. Su expresión es serena, pero sus ojos reflejan algo más. Julia corre hacia él entusiasmada y le cuenta todo lo que hicieron: cine, cena en un restaurante elegante.
—Me sentí como una adulta —dice con brillo en los ojos.

Andrés, acariciándole el cabello, le dice con ternura que ya es mayor. Julia, sin rodeos, le pregunta si cuando María esté mejor, podrá unirse a ellas en una salida similar. Andrés responde con sinceridad:
—Claro que sí, me encantaría.

Julia quiere repetir la experiencia completa, y le exige que la próxima vez vaya bien vestido, porque “los camareros iban como pingüinos”. Andrés ríe, contagiado por su entusiasmo. Begoña interrumpe suavemente y le pide a Julia que suba a prepararse para dormir. La niña obedece, aún sonriendo.

En cuanto se va, el ambiente cambia. El calor familiar da paso a una tensión emocional entre Andrés y Begoña.
—Es hermoso verla tan feliz —dice Andrés, mirando hacia donde desapareció Julia.
—Se conforma con tan poco… —responde Begoña, bajando la mirada.

Andrés lamenta no haberlas acompañado.
—¿Cómo puedes decirme eso? Me vas a volver loca —le reprocha ella, dolida.
Él se acerca, le toma la mano con cariño. Le habla con la intensidad de quien aún ama profundamente.
—Lo que tuvimos… hay cosas que voy a echar tanto de menos…

Begoña lo detiene con voz firme.
—Pero fue tu decisión. No puedo fingir que no siento nada.
Él le pregunta qué significa eso.
—Que haré todo lo posible por dejar de sentirlo. No podemos seguir haciendo planes los tres como si fuéramos amigos. No lo somos. Andrés… yo necesito protegerme.

Andrés, con el alma en los ojos, admite:
—Creo que tomé la decisión correcta, pero eso no significa que pueda olvidarte. Tú sigues siendo mi fuerza.

Hace una pausa. Su voz tiembla.
—Begoña, eres mi razón de vivir, aunque ya no estés a mi lado.

Ella, conteniendo lágrimas y rabia, le dice que las palabras que pronunció el día anterior aún resuenan dentro de ella, como si las hubiera dicho otra persona.
—Y tal vez así fue —responde Andrés—. No era yo. Era el Andrés que renunció a todo. A ti. A mí. A la felicidad.

Begoña lo mira con dolor.
—¿Vas a renunciar a ti mismo el resto de tu vida? Lo nuestro ya solo existe en la memoria. En ese lugar donde viven los amores imposibles.

Antes de subir, se vuelve una última vez:
—Ayúdame a olvidarte.

Y se va, dejándolo solo, paralizado, mirando hacia ninguna parte. Entre la tristeza, el amor no dicho y el arrepentimiento, Andrés queda atrapado en una encrucijada emocional.