El ambiente en la casa estalla como una bomba a punto de explotar. La tensión se corta con cuchillo y el rencor, acumulado durante días, finalmente se desborda en un enfrentamiento brutal entre María y Andrés. Un momento que cambiará para siempre no solo la relación entre ambos, sino el delicado equilibrio de una familia al borde del colapso.
Todo comienza cuando Andrés, ignorando protocolos y resentimientos, entra sin previo aviso en el antiguo dormitorio de María. Ella, tan fría como hiriente, le recuerda con voz cortante que esa ya no es su habitación y que debería tener la decencia de tocar la puerta. Pero Andrés no está allí por cortesía. Su mirada no tarda en recorrer la habitación, observando con sospecha cada rincón, cada detalle, como quien busca pruebas de una traición largamente temida.
“¿Dónde estabas, María?”, lanza sin rodeos, dejando entrever que la ha estado vigilando. María apenas contiene la furia. Sabe que Andrés sospecha de algo, pero no imagina hasta dónde ha llegado su desconfianza. Entonces él suelta la acusación: la cree cómplice de don Pedro, una ficha más en un juego sucio para destruir a su familia o, peor aún, alguien movida por un odio visceral que la ha llevado demasiado lejos.
María no se contiene. Al verlo revisando sus pertenencias, lo empuja con la mirada y la palabra. “¡No tienes derecho!”, grita, pero Andrés va al grano: la acusa de haber escrito la nota anónima que ha reabierto la pesadilla del caso de Jesús. Y entonces, sin rodeos, ella lo confirma. “Sí, fui yo”, confiesa, levantando el mentón con orgullo y rabia. Explica que escuchó fragmentos de una conversación que le hicieron sospechar de Begoña. “Ocultaba algo, Andrés. No podía quedarme callada.”
La bomba ha estallado.
Andrés se queda perplejo, pero el desconcierto no tarda en convertirse en furia. “¡Eres una víbora!”, lanza con desprecio. “No te importa nadie, solo tú misma. Solo venganza.” María, lejos de retroceder, lanza sus propias bombas. Acusa a la familia entera de vivir en una mentira, de ser hipócritas y corruptos, una casta de gente que prefiere taparse los ojos antes que enfrentar la verdad.
“¿Y tú eres la que trae justicia?”, responde Andrés con ironía. “¡Tú, que juegas con el dolor ajeno como si fuera una ficha de ajedrez!” La pelea escala sin control. María sostiene que todos son sospechosos, incluso él. “¿Y si fuiste tú quien mató a Jesús?”, le lanza con frialdad. Andrés la mira como si no reconociera a la mujer que tiene delante. “No te voy a permitir que destruyas a Begoña”, afirma con la voz temblando de ira.
Pero María no se detiene. Saca a relucir el nombre de Víctor Zárate y lo amenaza con implicarlo en su muerte. Es un golpe bajo, despiadado. Andrés, con los ojos encendidos de rabia, le grita que es suficiente. “¡Te vas de esta casa! Mañana mismo. No quiero verte en mi vida, ni en la boda de mi tía, ni en esta familia. No eres una de los nuestros.”
María, arrinconada pero desafiante como siempre, recuerda con veneno que aún tiene la custodia de Julia. Es su carta más fuerte. Andrés se le enfrenta sin temblar. “No me importa. Esta vez, nadie me va a frenar. Lo juro.” Ya no es solo una discusión. Es una declaración de guerra, una ruptura definitiva. Lo que alguna vez fue respeto, complicidad o familia, se ha roto en mil pedazos.
La escena termina con un silencio cargado de odio y desesperación. No hay marcha atrás. María está fuera. Andrés ha elegido expulsarla de su vida y del corazón de una familia que ya no aguanta más grietas. Pero en Sueños de Libertad, nada queda enterrado para siempre. ¿Hasta dónde llegará María para no perderlo todo? ¿Se atreverá a jugar su última carta con Julia? ¿Y Andrés será capaz de sostener su decisión cuando el pasado comience a clamar justicia?
La guerra ha comenzado. Y ninguno de los dos está dispuesto a perder.