En el capítulo más conmovedor y explosivo de La Promesa, una boda clandestina, un pasado implacable y una traición familiar convergen en una tormenta emocional que promete sacudir los cimientos del palacio Luján. Catalina, decidida a sellar su amor con Adriano en una ceremonia discreta y lejana de las miradas inquisitivas, se ve sorprendida por la peor persona que podría irrumpir ese momento: Leocadia.
Lo que debía ser una celebración íntima, un acto de libertad y amor verdadero lejos del peso del apellido Luján, se transforma en una escena de humillación pública. La aparición repentina de Leocadia, con su rostro pétreo y sus amenazas veladas, detiene la ceremonia con una sola orden. La mujer, implacable y calculadora, lanza una advertencia gélida: “Detengan esto ahora mismo.”
Leocadia afirma actuar en nombre del honor familiar, asegurando que ese matrimonio es un acto de rebelión imperdonable contra el marqués Alonso. Pero pronto queda claro que lo suyo no es preocupación, sino puro control. Entre amenazas y miradas cortantes, deja caer que sabe cosas del pasado de Catalina que podrían destruir su reputación si la ceremonia continúa. “Una sola palabra mía, Catalina… y todo se derrumba.”
Catalina, con el corazón destrozado y la rabia contenida, quiere enfrentarse. Pero Adriano la detiene con un susurro cargado de ternura y estrategia: “No aquí, no ahora. No le demos el gusto.” El oficiante se retira, los pocos presentes se dispersan confusos y el que debía ser el día más feliz de Catalina termina con una lágrima en la mejilla y una promesa aplazada: “No fue el final”, murmura Adriano. “Solo un retraso.”
Pero Leocadia no se detiene allí. Apenas amanece, se dirige con paso firme al despacho de Alonso. En una actuación digna de una villana de tragedia clásica, se hace pasar por la guardiana moral del linaje y le revela que Catalina intentó casarse a escondidas. Con falsa compasión y calculada tristeza, le dice al marqués que impidió el desastre a tiempo.
Alonso, incrédulo al principio, no tarda en explotar de rabia. Su hija, su sangre, su Catalina, intentando pasar por encima de su autoridad… La traición golpea su orgullo con violencia. Sale furioso en busca de ella.
Catalina, en ese momento, está en los jardines intentando calmar su alma herida. No necesita escuchar la voz de su padre para saber que se avecina una confrontación. Cuando Alonso la enfrenta, la tensión alcanza su punto más alto. Él exige explicaciones, ella intenta justificarse, pero ninguno escucha realmente al otro. La herida es demasiado profunda.
“¿Pensaste casarte en secreto y jamás decírmelo?”, ruge Alonso. “¿Tanto me temes? ¿O simplemente ya no me respetas?” Catalina, con voz entrecortada, responde: “Porque sabía que usted nunca lo permitiría… Y sí, elegí mi felicidad.”
Lo que sigue es un duelo emocional entre padre e hija como nunca antes se ha visto. Alonso la acusa de deshonrar el apellido, de rebajarse, de no entender su posición. Catalina, por su parte, lanza una verdad dolorosa: “Y fue precisamente por ser hija de un marqués que no lo incluí. Porque cada vez que elegí por mí, me hizo sentir como una decepción.”
La confrontación no deja vencedores, solo corazones rotos. Alonso se marcha sin perdón, y Catalina se queda con la amarga certeza de que el amor que buscó proteger fue usado como arma para humillarla.
Leocadia, satisfecha, observa desde las sombras. Su plan ha funcionado a la perfección. Ha sembrado la discordia entre padre e hija y detenido una unión que amenazaba su influencia. Pero lo que no sabe es que Catalina no ha sido derrotada… solo está esperando el momento adecuado para contraatacar.
Porque donde hay amor verdadero, ni la traición ni el poder pueden aplastarlo para siempre.