Este capítulo nos sumerge en una conversación íntima y emocionalmente intensa entre María y la doctora Luz, dos mujeres unidas por el dolor, la comprensión y una compleja red de decisiones pasadas. Es un episodio que gira en torno al duelo, la maternidad no cumplida y la responsabilidad afectiva que viene con cuidar a alguien que no es propio, pero que se ama como si lo fuera.
La escena comienza con una pregunta que marca el tono de toda la charla: María, con voz temblorosa y mirada cargada de inseguridad, pregunta si cree que Jesús —el padre fallecido de la pequeña Julia— se equivocó al dejarle a ella la tutela de la niña. La doctora Luz, en lugar de responder directamente, hace una reflexión contundente: “Lo que yo crea o no crea no tiene valor.” Una frase que no busca esquivar la respuesta, sino redirigir el enfoque hacia lo verdaderamente importante: el bienestar de Julia.
María no puede evitar mostrar su frustración y dolor. Agradece el optimismo constante de la doctora Luz, pero insiste en que no poder tener hijos es una herida profunda, que por mucho que intente cubrirla con responsabilidades o proyectos nuevos, sigue doliendo. La doctora, con su habitual templanza, le recuerda que sobrevivió a una situación límite —una experiencia que podría haber terminado con su vida— y que estar viva y saludable no es poca cosa. Aun así, no desestima el dolor de María, lo reconoce y lo valida, aunque intenta equilibrarlo con una perspectiva esperanzadora.
María asiente, admitiendo que la doctora tiene razón, pero sin dejar de reconocer que sus emociones no son fáciles de gestionar. Aun así, confiesa que ha mejorado mucho desde su tiempo en la casa de reposo. Volver a casa fue difícil, pero se ha estado esforzando por recuperar su rutina y seguir adelante. En ese proceso, cuidar a Julia ha sido un punto de anclaje vital. La niña, sin saberlo, le ha dado a María una razón para levantarse cada mañana. En cierto modo, se ha convertido en su motor, en su oportunidad de dar amor maternal aunque la maternidad biológica le haya sido negada.
Pero no todo es claridad emocional. La doctora Luz percibe que hay algo más, una incomodidad escondida detrás de las palabras de María. Le pregunta si todo está bien. María, a la defensiva, lo niega, pero hay un silencio tenso que lo dice todo. La doctora se disculpa por si ha tocado alguna fibra sensible, pero María responde con frialdad: “¿Por qué habría de molestarme lo que dijiste?” La tensión se hace palpable.
Es en ese momento que surge el verdadero conflicto subyacente: la relación entre María y Begoña, la madrastra de Julia. Aunque ambas mujeres comparten el deseo de cuidar de la niña, sus posturas y maneras de hacerlo son radicalmente distintas. La doctora Luz lo sabe y, con mucha diplomacia, le pregunta a María si realmente cree que Jesús se equivocó al dejarle la custodia. Y aunque la pregunta parece apuntar a la inseguridad inicial de María, la doctora rápidamente aclara que su opinión personal no importa: lo único que debe guiar sus decisiones es lo mejor para Julia.
En esa misma línea, subraya que Begoña ha sido una figura constante en la vida de la niña, y por esa razón, debería seguir presente. Apartarla solo generaría más inestabilidad emocional para Julia, que ya ha vivido la pérdida de su padre y una gran cantidad de cambios. María escucha, y aunque su rostro denota cierta incomodidad, asiente. Sabe que es un consejo sabio, aunque no sea fácil de aplicar. La relación con Begoña es tensa, pero el amor por Julia tiene que estar por encima de todo.
En un momento más distendido, María aprovecha para reconocer la deuda que siente con la doctora Luz. Y no solo por su apoyo profesional y emocional, sino por algo mucho más concreto: fue ella quien intercedió para evitar que Angelita, la madre del niño que María llevó de la casa Kuna sin permiso, la denunciara. Este acto, aparentemente discreto, tuvo un enorme impacto, pues evitó que María enfrentara problemas legales serios en un momento ya delicado de su vida.
La doctora Luz, con humildad, minimiza el asunto. Dice que una denuncia no habría solucionado nada, y que su intención siempre fue mediar con sensatez. Pero María no lo ve así. Ella sabe que ese gesto marcó una diferencia crucial, y lo agradece con sinceridad. Por primera vez en la escena, su rostro se suaviza, se nota un dejo de alivio, como si haber expresado su gratitud le quitara un peso de encima.
Este capítulo, en esencia, es una lección de humildad emocional. María se enfrenta no solo al dolor de no poder ser madre, sino también al desafío de ejercer una maternidad simbólica en condiciones que no ha elegido del todo. Cuidar a Julia no es una carga, pero tampoco es fácil. Y convivir con la sombra de una figura como Begoña, cuya relación con la niña también es profunda, complica aún más la ecuación.
Por su parte, la doctora Luz se mantiene como esa figura equilibrante, la voz de la razón que no impone, pero guía. Su forma de acompañar a María no es la de dar respuestas, sino la de hacerle ver que las preguntas importantes deben tener a Julia como centro, no a sus propias inseguridades o resentimientos.
El título del capítulo —Lo que yo crea o no crea no importa— encapsula la idea central: en situaciones complejas y emocionalmente cargadas, lo personal debe ceder paso a lo que beneficia a quienes dependen de nosotros. Y en este caso, Julia es esa niña que necesita contención, continuidad y amor, más allá de los desacuerdos de los adultos.
En definitiva, este episodio nos muestra a una María más consciente, más humana, pero también más vulnerable. A medida que acepta las verdades incómodas que le plantea la doctora Luz, también se va preparando para los próximos desafíos: cuidar de Julia, convivir con Begoña y perdonarse a sí misma por todo lo que no pudo ser.