En una sala de reuniones bañada por la luz del sol, Irene y Damián se enfrentan cara a cara en una conversación que, aunque se mantiene educada, está cargada de tensión. El ambiente es profesional, pero el trasfondo emocional se percibe en cada palabra. Irene, con su habitual aplomo, defiende a su hermano Pedro con firmeza. Según ella, el gesto de reconocer públicamente el trabajo de Cristina no solo habla bien de Pedro como empresario, sino también como ser humano. Lo considera un acto noble que va más allá del beneficio personal o empresarial.
Sin embargo, Damián no comparte esa visión. Con los brazos cruzados y la ceja arqueada, cuestiona duramente la decisión. Para él, el reconocimiento no es solo un elogio: es una acción con consecuencias que van más allá de las buenas intenciones. Advierte sobre el “efecto dominó” que puede tener un gesto así, especialmente cuando se produce sin una visión estratégica de empresa. Las palabras de Damián no son solo una crítica, sino una alerta: varios departamentos ya han comenzado a preguntar por qué a ellos no se les reconoce del mismo modo. Las comparaciones, los resentimientos y los viejos conflictos que parecían resueltos vuelven a surgir con fuerza.
Irene intenta calmar las aguas. Le recuerda a Damián que Pedro no actuó por intereses ocultos ni con ánimo de provocar. Fue simplemente una muestra de gratitud hacia quienes, como Cristina, han trabajado duro. Pero la respuesta de Damián es tajante: no es necesario tener mala intención para generar caos. El problema, según él, no es el gesto en sí, sino el modo impulsivo en que se ejecutó, sin considerar el contexto empresarial. Critica que Pedro haya actuado guiado por la emoción, dejando de lado la racionalidad que una empresa de ese calibre exige.
Ambos se esfuerzan por mantener la compostura, evitando que el tono escale. Sin embargo, el trasfondo emocional es evidente. Hay más en juego que una simple decisión empresarial: hay familia, lealtades, visiones de mundo. Irene, consciente de que el diálogo podría tornarse destructivo, decide dar un paso atrás. Se recuesta en la silla y lanza una frase cargada de afecto: no quiere que su relación con Damián se deteriore por un tema de trabajo. Esa declaración desarma parcialmente a Damián, que responde con una actitud más relajada. A su manera, intenta reconciliarse: discutir no es malo, dice, siempre que se haga con respeto.
Este gesto de apertura suaviza la tensión entre ambos. Irene esboza una sonrisa y propone algo inesperado pero efectivo: dejar la discusión y salir a comer juntos. La sugerencia rompe la seriedad del momento y Damián, con buen humor, acepta encantado. Propone ir al restaurante con vistas al río, ese mismo al que habían ido en otra ocasión y donde, quizás, la conversación será más ligera.
Mientras se levantan y salen de la sala, el aire parece haberse aclarado. Sin embargo, bajo esa cordialidad superficial, permanece una realidad innegable: sus formas de entender la empresa —y por extensión, la vida— son muy diferentes. La tregua es real, pero temporal. Porque aunque el almuerzo pueda suavizar el presente, las grietas ideológicas seguirán latentes, listas para resurgir en el próximo desacuerdo.
Así, este capítulo nos ofrece un retrato íntimo de cómo los lazos familiares se entrelazan con las tensiones laborales. El conflicto entre lo emocional y lo racional, entre lo personal y lo profesional, se hace palpable en cada línea. Y lo más inquietante es que, en este universo de gestos bienintencionados y consecuencias imprevistas, no hay villanos claros. Solo personas que intentan navegar sus emociones mientras sostienen los pilares de un imperio familiar. Una historia donde cada decisión deja cicatrices, visibles o no, que el tiempo se encargará de revelar.