Una ola helada atraviesa los salones de La Promesa cuando la pequeña Rafaela, hija de Catalina y Adriano, es alcanzada por una fiebre tan violenta como misteriosa. Sus mejillas ardientes y la respiración temblorosa convierten la bella alcoba en un horno implacable. Nada parece detenerla: ni las hierbas que trajo la tía Margarita, ni los cuidados de Simona y Candela. Dos largas jornadas llevan a la madre a caminar como leona enjaulada, flanqueando la cuna con ojos de acero y sobresalto.
Abajo, en sus aposentos, el marqués Alonso de Luján experimenta la peor de las impotencias: todo su poder aristocrático, sus influencias y promesas se revelan inútiles cuando no puede traer un solo médico competente. Las epidemias lejanísimas o los despachos cerrados apagan cualquier esperanza. Su copa de brandy solo aviva la frustración: incluso sus propias manos, acostumbradas a tomar decisiones, se sienten inútiles. Se enfrenta a la amarga verdad de haber fallado a su hija y a su nieta.
Mientras tanto, en el servicio, un aura distinta se apodera de los pasillos: Cristóbal Ballesteros, el nuevo mayordomo, impone una disciplina militar fría y exacta. Ya no se trata de normas de buen gobierno, sino de un régimen tiránico. Ricardo Pellicer, el mayordomo leal de la familia, observa con creciente preocupación: Ballesteros no encarna autoridad, encarna amenaza.
Entre tanto, el siempre problemático hijo de Ricardo, Santos, reaparece en escena dispuesto a tramar algo turbio. Tras algunas malas noches, Ricardo decide seguirlo una de esas noches y lo halla en el jardín, bajo la pálida luz de luna, entregando un frasco diminuto a Ballesteros. Esa imagen, golpeada por un simple roce en el hombro, deshace oquedades en el corazón de Ricardo: Santos ha vuelto a caer, y el nuevo mayordomo manipula a su hijo.
Al mismo tiempo, en la biblioteca, el joven Manuel Luján y Enora discuten un tema aún más grave que la fiebre: el antiguo pacto entre sus familias —los Luján y los De la Vega— que hoy condiciona sus vidas y su libertad personal. Enora propone romperlo para romper con las cadenas del pasado. Manuel, con el pecho oprimido por la situación actual, reconoce que una amenaza real le exige libertad para actuar.
En las cocinas, la tensión sube otro peldaño cuando Lope, el cocinero, se acerca a Curro con un secreto revelador: descubrió que los duques de Carril adquirieron un veneno llamado “La Sombra Silenciosa”, capaz de simular una enfermedad y dejar a alguien catatónico. De la descripción del proveedor —alto, de porte militar, cicatriz leve— coincide aterradoramente con Ballesteros. Además, se menciona a la rara Flor de Luna Serrana, que florece solo bajo luna llena y es antídoto frente a ese veneno. Lope entrega las pruebas, pero Ballesteros lo sorprende en seco y lo interroga, dejando claro que sospecha de sus pesquisas.
La noche se vuelve fatal. En la habitación de Rafaela, la fiebre alcanza su clímax en convulsiones. Catalina grita mientras Alonso, visiblemente descompuesto, suplica que alguien detenga el sufrimiento de su nieta. Y entonces Curro irrumpe y lanza la bomba: “¡Es veneno! La Sombra Silenciosa, como con Jana”. El terror se instala con fuerza visible en las miradas.
Ante la revelación, la casa se divide entre miedo y acción urgente. Saben que el antídoto existe y se requiere buscarlo cuanto antes. Alonso, que hasta ese momento había sido encerrado por el dolor, se convierte en motor de esperanza: solicita sus mejores caballos, organiza una búsqueda frenética de la flor salvadora. Da órdenes precisas: subir a las cumbres sombrías, rastrear entre rocas y arroyos para encontrar laelos blanca salvadora bajo la luna.
En la bodega, Ricardo utiliza la llegada de Cristóbal con un pretexto —un supuesto sabotaje— como distracción para liberar a Lope, quien huye con Curro al establo. El plan funciona: Ballesteros queda encerrado y enfurecido, la hospitalidad de Ricardo salva vidas. El padre ha hecho lo que nunca debía, convertirse en fugitivo para salvar al hijo ajeno y expiar el propio.
Mientras, Alonso y su gente recorren la sierra en cabalgata frenética. El reloj marca un pulso acelerado. Al principio del alba, uno de los mozos encuentra las flores pálidas y translúcidas en una grieta húmeda. Con ella en el pecho, Alonso regresa al palacio, cubierto de polvo, pero victorioso. Simona prepara la infusión en mortero caliente: cada gota del antídoto es dada a Rafaela con manos temblorosas y rezos. La noche entera se resume en esa hora, hasta que la niña suspira, abre los ojos y la casa exhala el primer suspiro de alivio.
Más tarde, la familia se reúne en el salón. Rafaela duerme sana, los ojos de todos brillan con lágrimas de triunfo, y una normalidad recuperada se asienta. Curro resguarda a Lope para alejarlo del mayordomo; Manuel y Enora firman su libertad junto a un plan de alianza; y Ricardo, con el peso de haber defendido lo que queda de humanidad en esa casa, toma una decisión que trastocará su vida.
El despacho de Cristóbal, ahora bajo la luz del nuevo día, es escenario del juicio final. Ballesteros acusa con calma llena de odio, pero Alonso, Manuel y Curro imparten su dispensa. Acusan al mayordomo de intento de asesinato, traición y pacto con el enemigo. Él amenaza con sus influencias, pero Alonso le arrebata su cargo y le ordena la expulsión antes del anochecer. Ballesteros se retira con una sonrisa contraria, jurando venganza: la guerra apenas comienza.
Antes del descanso, Ricardo encuentra a Santos oculto en el granero, lloroso confiesa que Ballesteros lo chantajeó con secretos oscuros y lo obligó a envenenar a Rafaela. Ricardo, roto, lo abraza y le promete acompañarlo en la justicia. La sangre familiar duele, pero no hay lugar para el rencor: hay que reconstruir la dignidad en esa familia.
Así, La Promesa sobrevive; los fantasmas de intriga acechan pero no vencen. Rafaela duerme fuerte bajo la misma luna que propició su salvación; la familia se une; Santos inicia su propio camino de redención. El futuro es incierto, pero “la esperanza renace” —música final que la serie repite desde el primer día—y la intriga continúa en cada muro del palacio.